Lo
veo sentado tomando un café en un local de los pocos que quedan con solera en
el centro. Tiene semblante serio, algo ojerizo, algunos kilos de menos, la
barba dejada crecer. Mira la taza como si fuera la primera vez que la ve, con
los dos brazos apoyados sobre la mesa: loza blanca, circunferencia marrón
humeante, cucharilla plateada y el azucarillo en sobre que lleva escrita alguna
reflexión de alguien ya muerto pero, seguro, más honrado que él. Se da la
casualidad de que hace solo dos días coincidí en un restaurante con un grupito
con el que, hace no tanto, el protagonista de esta escena compartía copiosas
cenas de autor, travesías en velero o comuniones de sus niños bilingües. Ahora
él, cuyo nombre llegó hasta las páginas de varios periódicos por apropiarse de
manera fraudulenta de un dinero que no es suyo, parece no ser bienvenido a ese
tipo de encuentros. Quizá el sobre del azúcar lleve escrito “A tus amigos los
conocerás en las adversidades”, o quizá ponga “Amigo del buen tiempo múdase con
el viento”. Tampoco va por el golf, casualmente aquellos con los que antes
jugaba ahora son más difíciles de ver o si se los cruza están más ocupados, más
estresados que nunca. Sus vecinos observan con mirada afilada los huecos que
han dejado en el garaje los coches deportivos que hasta hace nada conducía y,
aquellos que en su día le pidieron algún favor, ahora se vuelven escurridizos. La
esposa, que rara vez preguntaba cuando se trataba de hacer la maleta para volar
a alguna playa exótica o esos hijos, exigentes, que presumían de tablet, reloj
u ordenador con los amigos, ahora lo reciben en un silencio que al resto nos resultaría
acusador. El camarero, que paga una hipoteca y ha pedido un par de préstamos
para costear los implantes dentales que debe colocarse su mujer, le saca la
cuenta. El hombre más solo del mundo paga y se marcha.
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