Cuando alguien le dice su
fecha de cumpleaños, Ana tiene la costumbre de calcular de manera mental el
momento del año en el que los padres de su interlocutor le concibieron. Los de
abril y mayo los tiene claros, se trata de personas cuyos progenitores
copularon durante el verano. Según su teoría los hermanos pequeños suelen ser
de estos meses, pues las parejas, conforme va pasando el tiempo, relegan el
acto sexual a las fiestas de guardar y vacaciones. Imagina al matrimonio ya
bragado a la hora de la siesta con varias copas de sangría encima. También
tiene claro los nacidos en septiembre pues son los gestados en Navidad. En ese
caso visualiza la escena tras la cena de Nochebuena, el efecto del champagne, la
sensación agridulce que suele dejar en uno la convivencia familiar. O bien el
último día del año, el cual reviste ciertos tintes apocalípticos. Puede ver al
hombre y a la mujer tratando de apaciguar sus anhelos a través de la posesión
como si el mundo se fuera acabar. Hablamos de instinto animal, de la excitación
irracional que provoca en el ser humano la vaga pero siempre presente sombra de
la muerte. En un apartado señalado que yo bautizaría como “fragor autóctono” se
encontrarían los nacidos en enero cuyo origen, y dada la exuberancia festera de
nuestra tierra, tendría lugar durante las Fallas. Aquí entra en juego sin duda
el fuego, la ciudad sitiada, la irreverencia de los monumentos. Para Ana es
importante además saber el año porque algunos de los de abril fueron concebidos
durante las Olimpiadas, momento en el que su padre pudo verse fascinado por la
destreza sobresaliente de un pertiguista o de un saltador de vallas, dando
lugar a un polvo atlético y decidido. En su caso fue un encierro de San Fermines
televisado el que llevó a sus padres a un delirio post taurino. Lo que según
ella explicaría su amor por el rojo y la sangre caliente.
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