Raquel siente que se le
detiene el pulso el día que, buscando algo de calderilla en el bolsillo del
carro de golf de su marido, da con un bote de lubricante sabor chocolate. Tras
sujetarlo con dedos temblorosos decide volver a guardarlo y cerrar la
cremallera con algo de aprensión. Su cabeza inicia una línea de razonamiento
lógico: se tira a otra-una mujer a la que le gustan los juguetitos y las
guarrerías-una traidora que además se lanza con el sexo anal-¿lo harán en el
mismo club de golf?- ¿será la mujer de un amigo?, ¿la hija universitaria de
algún conocido?. Entonces llega la pregunta fundamental, ¿se lo digo? Pese a
estar noqueada por el impacto decide esperar hasta comentarlo al día siguiente
con una de sus íntimas. Esta le escucha pensativa hasta que lanza una hipótesis
que abre en la mente de Raquel una línea inexplorada, ¿será con un tío? Tras el
impacto inicial la protagonista se sorprende a sí misma con una suerte de marea
tibia que invade su interior. La posibilidad de que el objeto de deseo de su
marido sea un hombre hace que su autoestima sume enteros con la certeza de que
ella sigue siendo el tope de gama de su género. En caso de ser un asunto gay
Raquel lo atribuiría a un episodio exótico de la madurez o bien a una
exploración interna de su esposo, de talante aventurero y curioso que, rozando
los cincuenta, se atrevería a experimentar con ese juego prohibido. «¿Y cuando
se lo vas a decir?», le lanza su amiga. «No sé si quiero», responde ella. Desde
ese momento escruta al padre de sus hijos con detalle en busca de cada atisbo
de pluma que pueda confirmar sus sospechas. Porque ella, competitiva y
estratega, prefiere pensar que su marido lo que desea es probar a introducir la
bola en otro tipo de hoyo más inaccesible. Una experiencia aislada que no
perturbe para nada su amor por un deporte que practica hace casi dos décadas.
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