Una amiga ha dado con una
nueva aplicación de servicio de coches con conductor, algo tipo taxi pero con
automóviles de marca en tono oscuro, el interior inmaculado, perfumado, música
ambiente, aire acondicionado y un señor al volante bien plantado y uniformado
que se baja para abrirte la puerta, te llama de usted por tu nombre y solo
interrumpe su silencio para preguntarte con una sonrisa si es adecuada la
temperatura. El tema es que mi amiga, casada, madre de dos hijos, alta, rubia y
esbelta, gusta ahora de llegar a sus citas en ese transporte de lunas tintadas,
esperar a que le abran la puerta y apearse tomándose su tiempo, primero posando
la delgada patita que culmina en un zapato de tacón, como si la calzada fuera
de terciopelo, y luego la otra, impulsándose grácil, haciendo un leve gesto de
cabeza al conductor y caminando hacia la entrada del local con un paso tan
pausado que parece que sujete un huevo entre las nalgas. Las que esperamos la
miramos. El resto de transeúntes, testigos de la escena, murmullan dando por
hecho que se trata de algún personaje relevante o la esposa de algún
constructor o un potentado. Ella continua su desfile supuestamente ajena a
aquel breve revuelo que provoca en los otros la sospecha de lo caro y
exclusivo. No hace mucho, sentadas ya a la mesa, comentamos entre risas el tema
de sus aires de grandeza y ella, sincera, lanza un mensaje que al resto nos
pilla por sorpresa, «lo que más me gusta de contratar el servicio de coches es
que me siento muy puta», confiesa. Explica entonces como realiza los trayectos
sentada erguida en el sillón, sacando un espejito y retocándose el labial,
magnánima, como la fiera que transportan enjaulada cuyo futuro incierto es ser
venerada y a su vez sometida. «Me da igual el destino, yo disfruto del trayecto
con los muslos apretados y la mirada, perdida, posada en el camino».
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