Hoy les relato como unas
simples mallas deportivas pueden cambiar toda una vida. La historia comienza el
día que Irene, unos 60, señora de bien, casada y con un nieto en camino, decide
apuntarse a yoga ante la insistencia de dos amigas. Tras las primeras clases, a
las que acude con suéter de punto y pantalón suelto, y en vista de que se
encuentra algo más ágil y animada, se dirige a una tienda del centro a
comprarse un atuendo apropiado para hacer ejercicio. Un dependiente espigado
que en lugar que referirse a ella como “señora” lo hace como “chica”, le anima
a llevarse un conjunto de dos piezas en lycra negra con una fina raya lila.
Irene, insegura, sale el primer día camino de clase sintiéndose como un
pajarillo mojado, el rostro libre de maquillaje, zapatillas, el pelo recogido
en una sencilla coleta, sin los pendientes de brillantes ni el reloj. El punto
de inflexión llega cuando, esperando en un semáforo, descubre su reflejo en un
escaparate. La silueta sin rostro que observa es la de una persona mucho más
joven que ella, los muslos delgados y torneados, los hombros rectos, el cuello
perfilado. Baja la mirada y observa sus piernas recortadas en el espacio, dos
extremidades que ahora le parecen ajenas, como si hubieran adquirido una
independencia reciente. Acostumbrada como estaba a una vida ordenada y “acorde a
su edad”, su nueva agenda incluye quedadas con amigos en un local de Alboraya
para colaborar en un mural, comidas en un restaurante vegano del centro, paseos
descalza por la orilla de la Patacona, conversaciones con un compañero llamado
Marc en las que habla de lo que quiere y no de lo que toca o cita en un
tatuador para grabarse en la piel un pequeño sol. Irene piensa que esas mallas
tienen súper poderes. Su duda es ¿debería hacerse además con una capa que le
permita volar y elevarse?.
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