El poder de la casualidad y la alineación concreta de los
elementos pueden propiciar toda suerte de malentendidos. Uno de ellos,
ciertamente interesante, tuvo como protagonista la pasada semana a mi amiga
Ana. Atentos. Ana se encuentra tomando una ducha relajante en la cabina de
hidromasaje de su cuarto de baño tras pasar un día complicado en el trabajo.
Abstraída, se deja llevar con los ojos cerrados sintiendo los finos chorros de
agua a presión que taladran suavemente su espalda proporcionándole breves
descargas de placer. De repente, un sonido lejano llama su atención y le parece
reconocer la voz de Juan, su marido. “¡Juan!” –lo llama. “¡Juan, pasa que te
cuente!” –insiste cerrando el grifo.
A los pocos segundos la puerta del baño se abre y Ana,
ansiosa por hablarle, sale de la ducha escurriéndose el pelo y se encuentra, de
frente, con los ojillos sorprendidos de su suegro, también llamado Juan, que
permanece como una estatua frente a ella, sin saber cómo reaccionar. Durante
tres interminables segundos Ana busca desesperada una toalla con la que
cubrirse y él, sin poder evitarlo, pasea su mirada por ese cuerpo
proporcionado, ahora humedecido, para culminar, mareado, en los dos pechos de
botón rosado cubiertos por breves gotas de agua.
“¡No!” –grita entonces Ana de modo mecánico, mientras el
confundido intruso cierra la puerta golpeándose en la frente. Aclarado el
asunto, una incómoda Ana, vestida con tejanos y suéter negro, sujeta una bolsa
de guisantes congelados sobre la cabeza de su suegro para evitar la
inflamación. El pobre, todavía cohibido, repite sus disculpas de manera
mecánica, pensando si esa bolsa de guisantes, calmante, no sería mejor
colocarla en otro lugar.
Aunque todo quedó en mera anécdota, suegro y nuera
compartirán en el tiempo esos segundos de intimidad, y que más allá del
contexto, perturbarán para siempre sus pensamientos.
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