Hace un par de noches acudo al cine para ver “Intocable”, la
exitosa comedia francesa en la que un eficaz François Cluzet, da vida a un
millonario tetrapléjico que recupera las ganas de vivir cuando contrata a su
nuevo asistente, un emigrante de pasado conflictivo. La cinta es una oda al
optimismo que nos presenta un personaje que, más allá de su extrema condición,
es capaz de gozar de la amistad, el romance o el amor.
Al día siguiente me encuentro de aperitivo en una soleada
terraza cuando algo llama mi atención: un señor mayor llega sentado sobre una
silla de ruedas empujada por una morena despampanante que viste minifalda
vaquera, sandalias de tacón y un llamativo maquillaje. Tras situar la silla
bajo la sombrilla y acomodar a su anciano acompañante, la joven toma asiento
frente a él, saca el teléfono móvil y comienza a hablar en la lengua del
Brasil, gesticulando y riendo de manera expresiva. La escotada camiseta azul celeste deja al descubierto parte de
la barriga de piel tersa, sus piernas se abren y cierran distraídas, y sus
rodillas bronceadas, rozan con las del señor cuya mirada queda oculta tras unas
gafas de sol. ¿La estará mirando? ¿Será consciente del volcán que lo acompaña?
¿Sentirá alguna clase de apetencia?-me pregunto.
Creemos conocer los códigos de lo erótico y hemos construido
todo un universo en torno al cortejo, la atracción mutua y la forma, más o
menos sofisticada, de llevarla a la práctica. Pero ¿dónde termina el deseo? El
hecho de que algunas especies, como por ejemplo la sepia, pierdan su vida
durante la cópula, confirman que la pulsión sexual, más allá del pensamiento
lógico, está instalada en la base de lo biológico. En estos tiempos de
desparrame, es buen momento para abrir la puerta a la sutilidad y liberar la mente
de lo evidente. Una palabra, un gesto o mirada, con la intención adecuada,
pueden ser detonante de un placer galopante. En este terreno nada es rareza:
todo está en la cabeza.
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