Ya lo había advertido. “Mis nuevos vecinos están todo el día
dale que te pego” –nos informó María hará cosa de un mes. “A mediodía no
perdonan, y a veces repiten por la noche. Deben de llevar poco tiempo porque ya
me contarás” –explicaba mi amiga, de baja tras su reciente maternidad. Así que
no hace mucho quedamos a comer en su casa para ver al bebé. Tras la ensalada y
la pasta, seguimos la sobremesa con vino y chocolate. De repente María apaga el
televisor y nos manda callar con un índice mientras con el otro señala la
pared. Un ruido sordo y constante parece llegar desde la vivienda contigua.
“Ahí están, son ellos” –anuncia.
Poco a poco el sonido va subiendo de intensidad. Nosotras
permanecemos quietas, mirándonos unas a otras con los ojos como platos. De vez
en cuando podemos descifrar alguna frase, un “¡Oh-Dios-mí-o!”, un “da-me-más”,
en un largo crescendo sin medida. El
ritmo se acelera y llega un fin de fiesta intenso, ruidoso, épico. Se hace el
silencio. Soltamos el aire y nos reímos tapándonos la boca. Entonces habla
María: “¡A la entrada!... en unos minutos se va a trabajar”. Saltamos del sofá
y nos plantamos delante de la puerta dándonos codazos por controlar la mirilla.
Justo cuando lo escuchamos salir abrimos la puerta con naturalidad y nos
despedimos de nuestras amiga.
El vecino es un vikingo esbelto y gallardo que espera en el
rellano mientras nosotras miramos de refilón. Cuando llega el ascensor, abre la
puerta para dejarnos pasar. Ya dentro, nos observa descarado, con mirada de “en
mi casa a estas horas se reparte el pan”. Cortadas, hacemos el resto del
trayecto mirándonos los pies y lo vemos salir del portal con culo prieto y
caminar torero. Más tarde, nuestra amiga nos confiesa un sueño recurrente, en
el que plancha, esbelta, cuando de repente suena el timbre y aparece el vecino:
se ha equivocado de puerta.
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