Tener niños pequeños cambia, por unos años, el ocio diurno.
La calle se convierte en el escenario de muchas de las actividades familiares
como ir en bicicleta o montar en patinete. Es así como, a fuerza de paseos, he
terminado convertida en testigo permanente de mi barrio. Uno de los lugares que
me intriga es una pequeña puerta con mirilla, sin número ni cartel, pintada de
rojo, que acoge un pequeño prostíbulo. Yo, de espíritu conservador, y ajena por
completo al mecanismo de este tipo de negocio, todavía me sorprendo cuando
atisbo algún cliente, y retiro la mirada, como pillada en falta, si me cruzo
por casualidad. Altos, bajos, gordos, flacos, entran y salen de la portezuela
buscando algún consuelo a su deseo. Pero es uno de esos varones el que ha
conseguido despertar mi interés.
Sería la una del mediodía. Me dirigía camino del parque
cuando se abre la puerta del local y emerge el interesado con pantalón y polo
de tenis, un bote de pelotas en una mano y funda con raquetas en la otra. “Qué
valiente” – pienso – “Este tipo desenfunda, saca y remata en caliente”,
confirmo. Pero esa es sólo la primera vez de muchas en las que el jugador
crapulón, entra o sale del garito vestido de esa guisa, y sigue su camino
satisfecho. Debido a la cercanía de un club de tenis, cada vez que lo veo se me
plantea el dilema: “¿Vendrá del club o irá al puticlub?”.
Con los meses he intentado completar la historia, si esa
ropa es camuflaje o es que el maromo es un amante del fetiche, si es la excusa,
o el motivo, e imagino la entrada de ese Nadal enmascarado en el burdel, y las
risas que echarán a costa de él. Pienso en si tendrá una esposa que lo cree en
la pista jugando, y no eyaculando. Y en todos los casos me viene a la cabeza la
imagen del conjuntado equipaje.
A los de vida en pareja, recomiendo estar al tanto y
contrastar cualquier versión, pues el vicio, sin lugar a dudas, despierta la
imaginación.
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