Hay amores que marcan. Más allá del tiempo, de la edad o la
situación, el recuerdo de alguna relación puede quedar grabado en nuestro
frágil subconsciente. El peso del compromiso puede agravar la tendencia y
empujar al afectado hacia el abismo de la inconsecuencia.
Faltaba un mes para el enlace de Lucía, joven formal de
familia bien, con trabajo fijo y una relación estable con su novio de la
facultad. Entre los nervios, la emoción y las pruebas del menú, todavía
encuentra tiempo para buscar a Rafa, su primer amor, el guapo del colegio, el
canalla que la hizo vibrar por espacio de diez meses y que, a causa del
traslado de sus padres, no volvió a ver tras ese curso. Vía Facebook descubre que vive en Tarragona, que sigue en forma,
soltero y ¡¡oh sorpresa!!, que se ha ordenado sacerdote. Incrédula, nos suelta
la noticia: “No puede ser, lo tengo que ver. Esas manos, ese cuerpo, ese
miembro… de la Iglesia”. Entonces Lucía se imagina a Richard Chamberlain en El
pájaro espino, transgrediendo la ley divina
para dejarse arrasar por una pasión incontrolable al verla de nuevo.
Dos días después se presenta en la casa parroquial. Tras la
sorpresa inicial conversan largo rato. Tanta contención, tanto recato, elevan
el alma de Lucía y allí, sin ambages, se siente enamorada y decide confesarle
su secreto. “Si crees que me amas, es que amas al Señor. Sigue tu camino con fe
y no errarás en las decisiones” –la instruye. Lucía, movida por su pasión,
confunde las palabras y se lanza a los brazos del padre que, aturdido, la
aparta de su lado y la expulsa del convento.
Semanas más tarde, Lucía da el “sí quiero” vestida de
blanco. Al posar los ojos en el altar, asume, sublimada, lo imposible de su
historia con el cura. Esa revelación relaja su estado de ánimo convirtiendo su
secreto en el germen de un deseo puro, inmaculado y ajeno a las bajezas
terrenales.
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