Yo me considero fumadora ocasional. Con una media de dos o
tres pitillos por semana me suelo reservar para bodas, eventos sociales y
alguna noche de fiesta donde, y siempre por simbiosis o repetición, pido algún
cigarrillo para aplacar ese conato de ansiedad que relaciono más con el gesto y
la sensación que con el vicio en cuestión. Reconozco que con la nueva
normativa, salir a fumar a la calle en compañía se ha convertido casi en ritual,
creando empatías, simpatías y todo un subgénero de lo social que parte de lo
improvisado y se establece en lo momentáneo, lo ilícito, el “petit comité”. Por ello el viernes
pasado, tras una cena en una taberna emblemática de la calle San Vicente, me sorprendo
cuando alguien anuncia: “Conozco un pub en el que se puede fumar y además hay
música en directo”. Y así ponemos rumbo a la Gran Vía donde damos con el garito,
en cuya entrada indica un cartel: “club privado de fumadores”. Esas cuatro
palabras provocan en mi de inmediato una sensación de actividad clandestina y
me imagino un Sodoma y Gomorra, un despiporre bestial, un culto a lo
fraudulento al alcance de unos pocos escogidos amantes de lo alternativo. Tras
pagar los diez euros de consumición un fornido portero nos abre la puerta
atento y damos paso al interior. Lo primero que me llama la atención es sin
duda la presencia de humo. En unos sofás cercanos un hombre de mediana edad
fuma mirando al infinito. Se lleva el pitillo a los labios y le mete una
chupada rabiosa, profunda y solemne. No es el único. Hombres y mujeres fuman
aquí y allá y en todos, quizás sea mi impresión, me parece percibir una acusada
intención. Sobre un escenario toca un grupo de pop flamenco, al estilo de Los
Chunguitos. En la pista un nutrido grupo corea las canciones e intenta
entregarse a ese baile racial dando como resultado una suerte de danza mutante
donde unos y otras mueven las caderas, dan palmas y elevan los brazos en el
aire ejecutando un extraño juego de manos y muñecas, en una sofisticada versión
de la sevillana clásica. Pedimos en la barra y mientras intentamos asimilar el
ambiente nos fumamos un cigarrillo con la velada intención de darle sentido a
la situación. “Que bien sabe” –suelta uno. “Cuanto tiempo sin fumar junto a una
barra, ahora tengo la sensación de estar de farra” –comenta otra. “Desde luego
que la copa te pide algo que llevarse a la boca” –dice otro más. Yo pienso que
no es para tanto y tengo la impresión de que estamos forzando la conversación.
Me fijo en que junto al señor de la entrada ahora está sentada una atractiva
dama que aspira el humo de un pitillo con la misma fruición que su compañero. Se
me ocurre que tal vez hagan guardia, que quizás entre los habituales más fieles
hayan decidido que siempre un cigarrillo tenga que estar encendido, simulando
una señal celestial, como un cirio pascual.
El grupo toma un receso y comienzan a sonar temas
discotequeros. Nos lanzamos a bailar y me doy cuenta de que tan solo dos años
después, me resulta de lo más extraño moverme con el cigarro en la mano. El
humo me molesta, encuentro inapropiado tirar la ceniza sobre el suelo encerado,
sigo cautelosa las diminutas cabezas naranjas incandescentes gravitando a mi
alrededor de la mano de sus dueños y las intento evitar, pensando que me pueden
quemar. Tengo la sensación de que me cuesta respirar. “Vamos a la calle a
hablar” –me dice una amiga. Y llegamos hasta a la acera en plena noche. Es
entonces cuando decido salir del armario y confesar lo que siento: “Yo me
cuestioné lo de la ley y me molestan las prohiciones, sé que un buen pitillo es
clave para afrontar determinadas situaciones, pero tengo que reconocer, aunque
ya no encaje en el grupo, que a mi el humo me molesta, y que me gusta disfrutar
del aire puro cuando estoy de fiesta” –suelto aliviada. Mi amiga se mete la
mano en el bolsillo y saca el paquete de tabaco. “¿Quieres?” –me ofrece. Yo
estiro el brazo, cojo uno y lo enciendo. En el interior el grupo toca de nuevo
y la gente lo pasa en grande. Me doy cuenta de que el humo que ahora expiro es
el mismo que hace un segundo me parecía un castigo, pero me hago fuerte en mi
rebeldía al otro lado del cristal. Me niego a estigmatizar mi vicio ocasional
en ningún local, abogo por la libertad de reunión, rechazo la clasificación y
cualquier tipo de homenaje. ¡¡¡Arriba los fumadores salvajes!!!
Pasé no hace mucho por la puerta y me quedé con semejante consigna revolucionaria en estos tiempos de prohibiciones de lo mundano y permisividad en, sino en lo divino, sí en lo político hasta en lo incorrecto.
ResponderEliminarPues gracias en nombre de la nueva casta de intocables leprosos en que nos hemos convertido los fumadores...soy ya la única de mi grupo de amigos y francamente ¡me importa un rábano!...pienso seguir con el vicio...aunque se agradece en cierto modo que no se pueda fumar porque gastas menos pasta...
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