domingo, 21 de octubre de 2012

MEJOR DORMIR QUE SALIR



Cena de antiguas azafatas. Mujeres, hoy amigas, que hace quince años compartimos uniformes de lycra, plantones interminables y horas de sonrisas petrificadas en ferias de muestras, congresos y eventos varios. Poco a poco, al terminar la universidad, encontrar un novio celoso o un trabajo más provechoso, fuimos dejando la profesión, para meternos de lleno en la vida adulta de contratos temporales, viajes de fin de semana, compromisos matrimoniales, hipotecas, embarazos y sonados bombazos, como alguna infidelidad o separación prematura. Así nos citamos el viernes pasado en la Plaza de Cánovas, como antaño. Encontramos mesa en una terraza de Císcar y al sentarnos hago el recuento. Somos siete, todas tenemos hijos (uno o dos), nadamos en la treintena y lucimos melena cuidada y maquillaje discreto. Cuando estamos con la entradas pasan un par de amigos de la época que se alegran mucho de vernos. “Cuanto tiempo, estáis igual, ¿qué es de vuestra vida?” –preguntan amables. Les invitamos a sentarse y tras echar unas risas, nos ponemos con el tema ignorando su presencia, en una sarta de declaraciones: “Javi duerme fatal, cada rato se levanta”, “Es cierto que dar el pecho despierta cierta ternura, pero ahora tengo las tetas por la cintura”, “Pues no sé si en un tema de hormonas, pero lo hago muy poco y sin ganas”, “Yo tengo una duda ¿en el embarazo no estabais más peludas?”, “Siempre me acordaré del nacimiento de Ana, me dejó una enorme almorrana”, “Si yo os cuento mi cesárea, en vez de cicatriz me han dejado una lombriz”, “Y esta barriga de mierda, no hay dieta que la meta – soltamos a bocajarro sin dar opción a intervenir. Los amigos nos observan clavados en la silla con mirada aterrorizada. Con la excusa de la hora se despiden discretos y se marchan escopetados, asustados, me imagino, ante la estampa tan gráfica de nuestra nueva condición femenina.
En una mesa cercana un grupito de chicas que deben rondar los veinte, guapas, flacas y minifalderas, beben a discreción y se pintan los labios de rojo chillón entre risas alocadas. En esas una de ellas se levanta con sus piernas de alambre y se acerca hasta nuestra mesa con el móvil en la mano. “Disculpe, ¿nos podría hacer una foto?” –le dice a una de mis amigas. Ella le mira seria. “¿Disculpe? ¿Me ves cara de profesora? ¿Cuántos años crees que tengo?” –le suelta. La joven ríe cortada. “No sé, como mi madre, cuarenta y algo, ¿no?” –dice sin más, y vuelve con el resto del grupo. “Será zorra” –nos dice mi amiga. “Dispara desde abajo, a ver si les sale papada, y mételes un buen flash, que se vea la celulitis” –le digo desde mi asiento. Al fin aprieta el pulsador con desgana, aún así todas salen increíbles. Para saldar el asunto y quedarnos a gusto, lazamos algunas apreciaciones del tipo “todas llevan el pecho puesto, tienen pelo de muñeca y son un poca caballudas”.
Cerca de nosotras, de pie en la barra, cuatro mujeres de casi cincuenta beben copas y toman tapas de lo más divertidas hablando del trabajo, las amigas o la vida. Al mirarlas y ver como le dan al vino, llego a la conclusión de que todo les importa un pepino, lo que pone en evidencia que nosotras, nuestro grupito de amigas, estamos en tierra de nadie, en una suerte de limbo vital, a medio camino entre la pura juventud y una madurez que todavía encontramos ajena, ocupadas, cansadas, con mil y una obligaciones y la enorme responsabilidad, el esfuerzo hercúleo y los momentos de desesperanza que suponen los años de crianza. Entra una pareja de guapos relaciones públicas repartiendo invitaciones de un local. La mesa de chavalinas los saludo con gran revuelo. Gracias a su coqueteo les sacan, además, numerosas consumiciones. Las maduras de la barra los invitan a un chupito y una de ellas, no con mucho disimulo, les toca el culo. A nosotras, que seguimos con nuestros rollos domésticos, nos ofrecen con poco entusiasmo, casi como queriendo huir. Por inercia contestamos un: no vamos a salir.
Al llegar a casa tengo la sensación de estar fuera de circulación. En seguida me viene a la mente el reloj a las ocho de las mañana, si hay suerte, y ese : “¡¡mamá, quieres ya que me despierte!!”, de cada fin de semana. Hoy por hoy, parece que se impone el dormir y la siesta al irse la fiesta. Pero todo volverá, y un día, no muy lejano, seremos nosotras las que en una barra y entre risas, cuando se acerquen los jovencitos, intentemos meterles mano.

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