lunes, 29 de abril de 2013

PALOMITAS, REFRESCO Y FLEQUILLO





El pasado sábado noche acudo a los cines Lys para ver “Efectos Secundarios”, una película de intriga con guapos actores y trama irregular. Durante el visionado me entusiasmo con el peinado de Rooney Mara, la protagonista. Una melena por el hombro como despeinada con las puntas doradas y un flequillo a medio hacer que de repente me parece irresistible. Al llegar a casa me encierro en el baño, busco las tijeritas de los pies y sin pensarlo, corto mi cabello por la zona de delante, dejando un par de mechas más cortas sobre la frente. Mi falta de habilidad y de experiencia en el tema me dejan una apariencia extraña, una cara rara, como más redonda, tipo ensaimada. Ya el lunes me dirijo a la peluquería para arreglar la tontería y cuando salgo a la calle luciendo mi nuevo estilismo me pregunto: ¿a qué edad una deja de cortarse el pelo en casa cuando ve a una actriz que le vuelve loca?. Asumo entonces que no es la primera vez que actúo por un impulso cinematográfico y me viene a la mente un recuerdo potente de cuando vi “Desayuno con Diamantes” y me quedé flipada con Audrey Hepburn, con su forma de andar, de hablar, de moverse, de cantar. Yo entonces era sólo una chiquilla pero decidí que a partir de entonces, los pocos pitillos que compartía con amigas, los fumaría con una larga boquilla que compré en un anticuario del Carmen. Algo más intenso me ocurrió con “Lolita”, la de Kubrick, que pese a narrar algo trágico, casi demoledor, dejó en mi el regusto por los hombres de edad, con una perversa tendencia al respeto por la autoridad. O el empujón existencial que supuso en mi vida “El club de los poetas muertos” con el “oh capitán, mi capitán” de Whitman por insignia y su espíritu innovador, inspirador, que acentuó aún más si cabe en mi interior las incipientes ganas de narrar. Enlazo de manera mental con “Pretty Woman” la cual vi al inicio de mi adolescencia y me hizo interesarme por las señoritas maquilladas del Parterre, las cuales entonces imaginaba subiéndose al descapotable de ese increíble Richard Gere apuesto, millonario y con un punto vicioso. También me fue imposible olvidar la coreografía central de “Dirty Dancing”, ese baile rítmico y sensual que en la intimidad de mi habitación me aprendí de memoria y que un buen día, me lancé a ejecutar en clase de gimnasia ante la incrédula mirada de la profesora que no sabía si castigarme o compadecerme, ni las ganas que me entraron de hacer un safari y enamorarme de Robert Redford tras ver “Memorias de África” o la más reciente “Entre Copas”, que me tuvo durante meses dando la lata a mis amigos con el tema de los cursos de cata.
Por eso me sorprendo cuando leo la noticia de que el pasado fin de semana fue el de menos asistencia al cine en la historia de nuestro país. Intento acordarme del último llenazo que vi en una sala y me viene a la cabeza un viernes tarde que acompañé a mi sobrina a ver una de las entregas de “Crepúsculo”, la famosa saga vampírica que se ha convertido en una mina cinematográfica. Independientemente de la calidad de la cinta no pude evitar sorprenderme al ver a los jóvenes espectadores dándole al WhatsApp sin parar, emitiendo una luz tan potente que parecían una legión de acomodadores.
Me pregunto a qué echarán mano los adultos del futuro para estimular su fantasía y deseo que aunque sea recurriendo a la piratería, descubran el amor por el cine. Aunque dudo que haya nada comparable a la oscuridad de la sala, el mullido sillón tapizado, el suelo enmoquetado, el olor a palomitas, la bebida con pajita, el haz del proyector, la pantalla gigante, el sonido penetrante, la emoción, la intriga, el meterte en las vidas de otros aunque sea por un par de horas. Días después veo mi arrebato capilar como un homenaje a esta crisis cultural, una llamada a la acción, un pretexto, un pequeño gesto provocado por reacción a esta falta de motivación. Desde aquí les animo a acudir a una sala de cine antes de que sea tarde. Quizás su vida sea sutilmente trastocada por una insignificancia, un detalle sin importancia que de manera inesperada se haga hueco en su existencia provocándole la evanescente y fugaz felicidad que sólo lo verdadero e inesperado es capaz de lograr.  

viernes, 26 de abril de 2013

TÉCNICA ANTILIBIDO



“Mi mujer ha conseguido que no me vuelva a atraer ni una sola chica” –me confesaba el otro día un conocido. “Tiene la extraña habilidad de sacar defectos al resto, en una mezcla a partes iguales de crueldad y creatividad” –explica. Y me cuenta varios ejemplos, como el de la canguro que a veces contratan, un bombón de veinte años con boca carnosa y el culo respingón que a él le producía temblores hasta que una tarde Marga, su esposa, después de recibirla en la puerta le dice a él en voz baja: “¿te has dado cuenta de que se le va un ojo?, parece como tuerta”. También se encargó de fastidiar su fantasía con la atractiva dentista el día que le dijo, antes de llegar a la consulta: “la pobre suda como un animal, ¿no te has fijado? siempre lleva rodal”. Igual que con un amiga de ella, la buenorra del grupo que siempre ha causado conmoción entre su pandilla. Para él ya no fue lo mismo desde el momento en que Marga le señaló una rareza: “tiene una frente descomunal, yo creo que le crece el pelo desde la mitad de la cabeza”. Así, una a una, Marga fue minando de manera inteligente y paciente cualquier atisbo de atracción que pudiera sentir por otra. Consciente del poder de sus palabras, fue educando la vista de su marido hacia puntos de la mujer a los que nunca había prestado atención. Rodillas, tobillos, orejas, codos, párpados, empeines o cejas con defecto, consiguieron crear en él el efecto deseado, despojándole para siempre de la alegría masculina inconsecuente que antes se resumía en “esa está buena” o “esta me pone caliente”. Ahora el pobre lucha entre su instinto natural de tendencia a lo sexual contra la mirada crítica adquirida por obra y gracia de su mujer. Pero cuidado, pues todo lo que le ha enseñado se puede revertir en su contra. ¿O acaso ella no ha pensado que la mirada que le dedica a ella pueda, como en un espejo, sacar su peor reflejo?

viernes, 19 de abril de 2013

SUMISA LUJURIOSA




En una cena reciente con un grupito de madres sale un tema candente a colación. “Mi madre dice que hay que ser algo sumisa para que funcione una relación” –dice una en plena charla sobre tíos. “¿Estás de coña? Ceder terreno no puede traer nada bueno” – contesta otra. “Los hombres son como son, algo hay que aguantar si no te quieres divorciar” –replica una tercera. “Pues yo no le paso ni una. Ese rollo entregado de la vieja escuela conmigo no cuela” –añade otra más. La primera nos cuenta entonces que ella siempre intenta conciliar, que le gusta cocinar, encargarse de los críos, que su marido en general se hace el desentendido pero que es algo que ella tiene asumido. Otra en cambio afirma que tiene las tareas repartidas, convenidas, en un “tú a tú” diario, un proyecto igualitario. Entonces llega la revelación de una que todavía no había dado su opinión: “A mí me compensa tenerlo contento, me gusta ese punto de estar receptiva, dispuesta, yo hasta lo espero desnuda cuando se va de fiesta”. En la mesa se propaga el alboroto. “No te creo, cuando sale yo siempre me mosqueo”, “me daría pereza, además, me parece una bajeza”, “¿aguantar hasta su vuelta y complacerlo cuando ha estado de copas mirando a otras?” –bombardea el resto sorprendidas por lo expuesto. Ella sonríe y habla: “es mi fantasía, me imagino aguardando a un marinero tras semanas de travesía que irrumpe como un león a mi habitación y se lanza voraz sobre mí, que me he untado la piel con cremas, delicada, lanzada. Él entonces me posee y yo me excito pensando en mi esencia femenina, como una concubina”- concluye. El resto la miramos en silencio con curiosidad, pensando si lo que dice será verdad. Ella se mira las uñas perfectamente pintadas mientras emite su conclusión: “llega un momento en toda relación en el que ser un poco putilla es la mejor opción”.

domingo, 14 de abril de 2013

TRES COLAS EN UN DÍA



Hacer cola es algo que uno aprende desde pequeño. Ya en la guardería te enseñan a esperar para ir al baño, beber agua o recibir comida. Es algo pactado, consensuado, una de las señales claras del progreso de la civilización. Incluso cuando estás de copas y sientes tanta necesidad de ir al retrete que empiezas a sudar frío, tienes que aguantar que las tres tías que tienes delante entren en plan comandita sin parar de reír y tarden más de veinte minutos en salir. “Putas” –piensas que les vas a decir. Pero te aguantas la violencia interior con eso que se llama paciencia adquirida porque no te queda otra. Me dirijo la semana pasada a unas oficinas de la administración para tratar un tema de autónomos, una historia de una subvención. Al llegar allí me encuentro con un marcador electrónico con una complicada numeración y en una esquina, una chica sentada frente a una mesa vacía que hace las veces de mostrador. “Perdona, ¿para consultar un tema de una subvención?” –digo amable. “Ve a la máquina y aprieta el número que pone información, esto es la recepción” – me contesta mascando chicle. Obediente, me dirijo a una pantalla de ordenador y pulso un botón rojo que pone “información”. Inmediatamente escupe un papelito con un número que, en base a los dígitos luminosos del marcador de la pared que va avanzando, me tiene más de media hora esperando. Cuando por fin me toca me siento en una silla y un chico de aspecto amable me dedica una mirada afable. “Hola, venía para informarme sobre una subvención” –le expongo con efusividad intuyendo cierta amabilidad. “Tienes que ir a la máquina y entre todas las opciones apretar el botón “ayudas y subvenciones” – le escucho decir. “¿Disculpa? He esperado casi una hora para el turno de información” –respondo ya cabreada. “Lo siento pero no puedo hacer nada” – y vuelve la vista a una larga lista que tiene sobre la mesa. Al límite del control me acerco de nuevo a la máquina y pulso el botón, que antes no había visto y que me da el papelito para la cola de subvención. Cuarenta minutos más tarde el marcador anuncia mi turno y de nuevo, y para mi sorpresa, me veo en la misma mesa. Yo miro al chico con ira y el me mira con la misma expresión amable y afable que ahora me parece detestable. “¿Esto hace un rato no era información?” –le digo en tono taimado. “Una compañera se ha ausentado, estoy haciendo la sustitución” –responde. “¿Me informas ahora de la subvención?” – le suelto arañando mi carpeta.  Pero tras una breve conversación descubro que hay algo que no sabía y en un “más difícil todavía” me envían de nuevo a la máquina para apretar otro botón. Yo salgo disparada por la puerta sin haber conseguido nada después de todo ese rato cuando empiezo a sentir las ganas de cometer un asesinato. Ese día aún protagonizo dos colas más. Una en el supermercado, con el carro completamente cargado y un señor delante de mi pidiendo el fiambre cortado y preparado por separado. “El jamón york en cuatro paquetes de tres lonchas, la sobrasada en tres paquetitos de unos cincuenta gramos, un cuarto de catalana preparada en cinco sobres distintos, diez taquitos de ese queso que parece el tronchón” – pide sosegado alargando todo lo posible su turno mientras el resto lo miramos con gesto taciturno. La otra cola me la como en una tienda de ropa de una importante cadena cuando a la hora de pagar, una chica que quiere hacer unos cambios lía a la cajera, que parece que no entera, y nos tiene a otras seis más con la ropa esperando. Pienso que me debería de ir pero después de todo lo que me ha costado probarme y decidir, elijo resignarme. Camino de casa por la calle Colón hago un ejercicio de visualización en el que se me plantea la existencia como una larga espera, una especie de cola vital infinita que fomenta nuestras emociones antes de las situaciones y, una vez se producen, nos conduce de manera implacable y por reacción, a una nueva situación de espera. Por ello en algunas cadenas y en parte de oficinas de la administración, parecen haber dado con la solución definitiva que todo lo abrevia: la cita previa, el remedio increíble que no puedo imaginarme aplicado a la hora de comprar jamón o de pagar un pantalón. Aunque todo es posible.