lunes, 29 de julio de 2013

LLENA HASTA ARRIBA DE VERANO



Con los años y conforme fue variando mi situación, cambié el escenario de mis veraneos de los idílicos años de infancia en Gandía con escarceos al Perelló o Cullera, pasando por la adolescencia y primera juventud en Denia y las posteriores Ibiza y Formentera, más chic, exclusivas y en apariencia molonas, donde la gente guapa del planeta sale a cenar o a navegar. Así las vacaciones dejaron de tener tres meses para durar quince días, más algunas escapaditas de fin de semana distribuidas por Pascua, algún puente o Navidad. Por ello el otro jueves, cuando una madre del cole nos invita a un grupito a pasar el día a su apartamento de Puebla de Farnals, sufro una extraña conmoción, una regresión que comienza sobre la arena, cuando saca un paquete de papas Lolita y un bote de aceitunas rellenas. Con la mano todavía mojada cojo una patata de la bolsa y al llevármela a la boca siento en los labios el sabor de la sal y la sensación crujiente entre los dientes activando determinadas conexiones mentales muy reales que me transportan a los seis años. Al llegar a la piscina me llama la atención un trampolín que ocupa uno de las laterales invitándome a entrar al agua de manera alternativa. Decidida, me lanzo a probar para darme cuenta, al experimentar una sonora culada, de que estoy desentrenada. Tras colocar mi biquini en su lugar, me vuelvo a lanzar un par de veces más saboreando la divertida sensación de estar suspendida unos segundos antes de la caída. Cuando me siento en la toalla miro al resto disfrutando del baño tras la playa, una secuencia pactada, relajada, en una situación de comunión con sus vecinos de urbanización. “Ya han traído la paella” –me indican. Desde la terraza del apartamento veo a varias familias comiendo al exterior, en muchos casos a pecho descubierto, ensalada y gazpacho sobre manteles de cuadros. De fondo en el televisor las noticias hablan del calor, las carreteras y algún caso de corrupción. Al terminar de comer me quedo medio traspuesta en el sillón sumida en ese momento de placer molestada tan solo por una mosca impertinente que insiste en posarse en mi brazo. Para merendar saca una bandeja con una perfecta selección: barquillos, leche merengada con canela y granizado de limón. Bajamos de nuevo y al salir del ascensor veo en la portería unos carteles que han pegado con el plan del día. “Batalla de globos en la piscina y taller de plastilina, clase de aquaerobic, campeonato de mus y cine de verano”. A mi alrededor se agolpan críos frotándose las manos con emoción al contemplar la programación que para el día siguiente anuncia castillos hinchables y bailes de salón. Ya en la calle, en las zonas comunes unos y otras comen pipas o helados y las parejas de jubilados salen arreglados a pasear. No puedo evitar pensar en los veranos de mi infancia y me dejo llevar por la nostalgia al recordar las pelotas de Nivea lanzadas desde una avioneta amarilla, los castillos en la orilla, los bocadillos de tortilla, el cine al aire libre, las camas elásticas, la petanca, los bolos, los recreativos, fumar en la estación, ir a la playa sin protección, jugar a polis y cacos, meter la cara en la sandía o andar descalza todo el día. Una del grupito aprovecha una ausencia de la anfitriona y rompe de manera momentánea mi ensoñación haciendo una crítica afilada de la urbanización, la gente, el ambiente. Nos habla entonces de su experiencia de años en el primer montañar de Jávea, de una casa que alquiló en Denia sobre las rocas en la parte de las Rotas, del chalet de sus suegros en el Portet de Moraira, de cuando juega con sus amigas a las paletas en Benicassim, en la zona de Playetas. “Esta tía es idiota” –me digo, y tomo nota mental de hacerle el vacío. Cuando nos vamos a marchar veo a las pandillas de jovencitos de tonteo sentados en el muro del paseo, me pongo por un momento en su lugar y soy capaz de sentir la libertad, el poder de la novedad, la expectación, las prisas. Observo como uno de ellos muy flaco, que no tendrá más de quine años, se acerca con disimulo hasta una morenita de su edad a la que coge de la mano. Yo cojo el coche y vuelvo a mi casa llena hasta arriba de verano.

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