martes, 7 de enero de 2014

LA GRAN BELLEZA


La noche de Valencia hace aguas para aquellos que ya han quemado ciertos años. Comentamos en una cena que en Londres, París o Madrid hay todo un circuito de locales o propuestas para satisfacer a ese grupo que oscila entre los treinta y largos hasta más allá de los cincuenta. Lugares en los que respirar modernidad, con ambiente mezclado por sexo, actitud y edad, buena oferta de copas y música de calidad donde poder bailar o intimar o tener una noche loca. Inspirada por la película “La Gran Belleza”, de Paolo Sorrentino, me dejo llevar y visualizo las Atarazanas del Grao, el claustro del San Pío V, la Lonja o los Jardines de Monforte tomados por una noche, decorados para el momento, conquistados para el divertimento, el esparcimiento, en una invasión glamurosa. Las mujeres, bellas, con sus cuerpos esculpidos y luciendo tacones imposibles, magnificadas por la presencia de esos lugares de ensueño a ritmo de música electrónica en su vertiente más psicodélica. Los hombres observan a través del cristal, provocados por el influjo delirante de esas veladas florecientes. Las noches cálidas de la ciudad podrían entregarse a esa fantasía puntual de talante nocturno y venial que tendría su fin al alba, borrando su estela con el día y dejando a los asistentes a la espera de otra más.
Alguien de la mesa comenta que un grupo de empresarios se está planteando montar un club privado en un edificio escogido, un lugar pensado para el encuentro de unos pocos elegidos que deseen pagar. Los interesados tendrán que ser aceptados por el núcleo duro del lugar y seguir una serie de preceptos, asumir ciertos conceptos basados en la privacidad, la exclusividad, lo prohibido. A mi la cosa me recuerda a “Eyes Wide Shut”, de Kubrick, donde un grupo de enmascarados se reúne en un lugar al azar, entregados a una orgía onírica y secreta, una fantasía sexual grupal con prostitutas e invitados misteriosos. Salvando las distancias, y atendiendo a la realidad, convenimos que en Valencia la cosa no funcionaría. La razón es la densidad de población y el hecho de que con el tiempo siempre verías a las mismas personas, como en el club social del bloque de apartamentos. «Echaríamos en falta novedad, diversidad» –decidimos. Una nos habla, a través de la experiencia de su hijo, de las discotecas que pegan en este momento, que suman unas cinco situadas en distintos barrios de la ciudad. Por lo que cuenta la tónica general es la extrema juventud de los asistentes, cuya media oscila entre los quince o menos y los veinte, y las escaramuzas pseudosexuales que efectúa ese colectivo instruido en las artes digitales. La cosa se basa en colgar fotos atrevidas o pensamientos desvaídos en Instagram o Twitter, con el fin de mostrarse, abrirse al prójimo sin tener que hablar. Por las imágenes que nos enseña de la cuenta de su pequeño descubrimos que si bien ellos están muy desarrollados para su edad, las niñas dejan a la tentadora Lolita al nivel de beata. Maquilladas, enmelenadas, entaconadas, ajustadas y con una actitud muy Miley–Rihanna resumida en el mantra: «siempre hago lo que me pasa por el tanga». «Debemos de encontrar nuestro lugar» –opina otra. Alguien propone apuntarnos a bailes de salón y el resto le ignoramos. «No lo entendéis. Es una opción postmoderna, avanzada, osada. Está a punto de volver, si nos ponemos ahora cuando regrese la moda estaremos en la cresta de la ola» –argumenta. Nos plantemos que en este año que entra vamos a ser más activos y creativos al respecto. Alguien habla de organizar cenas con desconocidos en lugares improvisados y se suceden las propuestas como las experiencias rurales, acudir a la vendimia, domesticar un gallo o escalar los picos más altos de España. Al despedirnos comentamos que, aunque no hemos sacado ninguna conclusión, por lo menos hemos estimulado la imaginación. Toda fantasía deja un poso, un caldo de cultivo concentrado que te asalta el día menos pensado y te pinta de dorado el interior la cabeza. Y ahí está, me imagino, la clave de esa gran belleza.

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