domingo, 2 de febrero de 2014

VALENCIA FICCIÓN


Algo está pasando en nuestra ciudad. En lo que llevamos de año dos noches se han registrado temperaturas de casi 20 grados, dando lugar a las veladas más cálidas de enero desde que existen datos, equiparando la sensación ambiental a la del mes de junio. Estos días la Agencia Estatal de Meteorología ha declarado la alerta amarilla por nieve y vientos fuertes, que podrían alcanzar los 100 kilómetros por hora. Esta climatología de contrastes influye de manera directa en el ambiente volviendo loco nuestro termostato y trastocándonos la mente. El efecto lo empiezo a notar cuando una amiga me comenta que se ha apuntado a unas clases en un centro de Ruzafa para aprender a respirar. Pienso en como te pueden reeducar en algo tan elemental como es la respiración y la asedio a preguntas sobre el método, la sensación, el resultado. «¿Nunca has pegado un polvo salvaje?» –me pregunta dejándome descolocada. «Creo que sí…» – respondo cortada. «Ese es el tipo de respiración acelerada. Nosotros trabajamos con una técnica más pausada y controlada» –me explica. «¿Y que es lo que ocurre cuando aumentamos las revoluciones?» –le digo con curiosidad pensando en la pregunta que me ha hecho sobre la intensidad de mi sexualidad. «Que puede provocar rigidez. La clave es mantener el ritmo y centrarse en el momento. Se trata de respirar, no de jadear. Como si fuera la primera vez.» – aclara. La semana siguiente un amigo me cuenta que se ha apuntado a Bikram Yoga en Benimaclet. La historia consiste en meterse en una clase en la que la temperatura está elevada hasta casi los cuarenta grados. Los alumnos no dejan de sudar, con la intención de depurar y de llevar el cuerpo a un plano superior, con la combinación de los estiramientos, el calor y de nuevo la respiración. Me cuenta que este ejercicio es lo máximo en ciudades como Londres o Nueva York y que al hacerlo puedes llegar al límite. Sé de otra más que hace un par de semanas asistió a un retiro por la Sierra de Mariola. Instalada junto a un grupito en un hospedaje rural, se sometieron durante seis días a un programa de desintoxicación, con ayunos, meditación, lavados colo-rectales, paseos en solitario y todo tipo de actividades destinadas a depurar la cabeza y el organismo. A su vuelta me informó de que, pese a que los dos primeros días lo pasó bastante mal, la tercera jornada experimentó una especie de renacimiento, una clarividencia que en su opinión es la evidencia de que estamos invadidos por la mierda.
Me imagino a todos esos alumnos respirando y transpirando en distintos puntos de la ciudad y a lo largo y ancho de toda nuestra comunidad. Los visualizo como si se hubieran transformado en un sistema de depuración y a través de ellos se estuvieran limpiando las partículas de nuestra conciencia. ¿Dónde están los mascachapas?» –me pregunto. ¿Qué hay de las princesas poligoneras, los okupas, los chavalines que antes se montaban el botellón, los vendedores de costo, los camellos, las putas, los colgados? – me digo. Caigo en la cuenta de que una vez que entras en la fase de maternidad, el entorno urbano toma para uno un punto de vista más amable y plano. La crianza de los niños te dota, por unos años, de una percepción naif y superficial como si, de manera inconsciente, cercenaras el nervio óptico de lo crítico inventando para ellos un cuento donde no existe el sufrimiento. Me planteo entonces comenzar a estirar, o a sudar, o a respirar, pasearme por la versión infierno de este invierno de calor, a modo de sacrificio y en pago por el mundo ideal que he intentado recrear para mis hijos. Las palabras de Guido Orefice, el entrañable italiano judío interpretado por Roberto Benigni en la cinta “La vida es bella”, definen a la perfección la sensación ambivalente que produce vivir durante un tiempo en un plano de ficción: «Esta es una historia sencilla, pero no es fácil contarla. Como en una fábula, hay dolor. Y, como una fábula, está llena de maravillas y de felicidad».











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