La escena es la siguiente.
Una señora en la cincuentena bebe de un cóctel sentada en una hamaca cerca de
la piscina. La dama, de piernas largas y piel tostada, podría definirse como “bien
conservada”. Junto a ella la hija. Una post adolescente de unos veinte de
abundante melena despeinada y cintura estrecha. Recostada en una silla, está
enfrascada en su móvil con aire despreocupado mientras retuerce entre los dedos
un mechón de pelo. A su lado descansa un jovencito de rostro vivo y cuerpo
delgado y musculado al que, tras besar a la del móvil en el cuello, yo
identifico como el novio de ella. Un poco apartado el padre de familia dormita en
la tumbona con las manos enlazadas sobre un vientre que comienza a ser
prominente. En el suelo reposa una birra. La estampa podría servir de postal al
recoger la esencia del iberismo estival pero, al afinar un poco la mirada,
descubro algo más. El chaval gira la cabeza al tiempo que se sienta erguido y
saca pecho. Su mirada se posa en el rostro de la madre que succiona con
precisión la pajita para, con gesto distraído, extraer del vaso un fresón y comerlo
a pequeños bocados mientras un fino hilo de líquido gotea desde su mano. El
padre bosteza y se rasca la axila ajeno al resto. La hija continua con el whatsapp.
Desde mi puesto detecto las ganas de sexo de mamá, un deseo preciso y solo
audible para algunos, como un silbato para perros. Observo como el joven
cachorro lo percibe, incapaz de apartar la mirada, seducido por las uñas largas
pintadas, la cadera curvada, el aroma de una experiencia que él solo ha visto
en el porno. Entonces la hija se levanta, estira el brazo y les pide que posen
para un selfie. Ambos sonríen y se me pasa por la mente que ocurrirá esa noche,
o si llegan a coincidir los dos solos en el coche. ¿Quizá ya han consumado?.
Resolución verbal: el sexo solo entiende de gerundio y de presente.
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