El zoólogo Jules Howard hace
una lectura de la vida carnal del mundo animal en su libro “Sexo en la tierra”.
En él se salta los clásicos clichés de la mantis religiosa asesina, del enorme
pene del percebe o del esperma de ballena para adentrarse en terrenos menos
tratados como el fenómeno de los pingüinos de Adelaida, los cuales fornican a
lo bestia a su antojo, saltándose a la torera lazos filiales e incluso
practicando la necrofilia, o bien el cisma acontecido en Estados Unidos en 2013,
cuando se hizo público que 400.000 dólares del presupuesto destinado a la
ciencia se empleaba en estudiar los genitales de los patos. Obama estuvo
durante semanas haciendo frente a las preguntas de los periodistas que,
animados por el inconformismo ciudadano, querían que alguien les justificase
este caro interés por el sistema reproductor “patuno”. El autor explica qué,
más allá del estudio científico por el miembro de un macho que erecta a la
velocidad de una bala, el interés real se centraría en la vagina de las patas,
en forma espiral, y capaz de hacer una criba reproductiva de manera que, si
considera que el pato que la toma no tiene la genética adecuada, prescinde de
embarazarse. Es decir: las patas controlan desde su sistema reproductor los machos
que le convienen. A mi esto me ha hecho pensar en qué ocurriría si nosotras
tuviéramos un radar que nos informase al momento de cuales son los hombres que
de verdad interesan y cuales destinados al divertimento. Así nos ahorraríamos decepciones
y podríamos disfrutar de un “amor con garantías”, o por lo menos seríamos
conscientes de la clase de pato con el que decidimos compartir cama. La única
pega que veo en el sistema es el lugar donde la pata tiene ubicado el sensor.
Sin duda en el caso de la mujer seria más adecuado algo que indicara un nivel
de intimidad menos avanzado, como el brazo o la muñeca.
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