miércoles, 4 de septiembre de 2013

ADOLESCENTES EFERVESCENTES



Los adolescentes son seres encantadores a la vez que hedonistas, egocéntricos y extraños que en verano, además, potenciados por elementos tales como el tiempo libre o la urbanización, pasan a protagonizar las peores pesadillas de algunos padres que tienen que presenciar como sus tiernos hijos o sus adorables hijas, dominan el tiempo libre de sus vacaciones convirtiendo esos días de descanso y ocio en una sucesión de incómodas preocupaciones. “¿Qué pasa? Te he enviado un whatss” –le dice sin mirar al pasar la hija de quince años de una amiga a las tres de la mañana. La madre, que lleva más de una hora esperando en el portal, respira hondo y se intenta controlar delante de las otras de la pandilla que se marchan a sus casas sin saludar. Yo la observo con curiosidad e intento descifrar como puede mostrarse tan civilizada ante esa cría de bofetada cuyas dos frases de culto son “no me ralles” o “estás fatal”. Me viene a la cabeza entonces el tráfico de madres y padres subidos en sus coches en plena noche para transportar a sus niños que andan de fiesta en las zonas de moda. Sé de algunos que se hacen cubatas en  plan botellón para hacer más leve la guardia o de más de una aprovecha la espera para dedicar un rato a la lectura o incluso retocarse con la lima la manicura. Conozco algún padre que, harto de pasar las horas desvelado en el sofá, prefiere integrarse en la pandilla como uno más y acompañar a los hijos en condición de observador neutral, o a una madre que en su excesiva preocupación, ha decidido que es ella misma la que debe de comprarle a su hijo los preservativos. “Así por lo menos estoy segura de que va protegido” –explica convencida. Coincido a veces con otra madre muy perfecta a que le encanta poner la mano en el fuego por su niñita, una morenita muy desarrollada que según ella es muy formal, a la cual yo suelo ver en la Gran Vía en plan deslenguada con la falda del uniforme arremanga más allá de lo admisible, acompañada por chicos con los que, y según me han informado, ya morrea. Si miro atrás y pienso en mi adolescencia me doy cuenta de la diferencia fundamental: se les da una importancia total. A su corta edad los tratamos como adultos, con un exceso de libertad que en lugar de ser positiva, en muchos casos está mal entendida. Acostumbrados a imponerse y a mandar, los planes se organizan en torno a sus apetencias dominando a su antojo la vida familiar. Enganchados a una intensa vida social virtual por obra y gracia de un smartphone por el que sienten una devoción parecida al sentimiento piadoso de la religión, gestionan su existencia y sus conflictos vitales a través de los textos y las imágenes que comparten en las redes sociales. Ansiosos por disfrutar de ese verano salvaje y loco que nos venden los anuncios de cerveza, se mueven entre la pereza propia de su edad y el impulso desbordado por las cenas, las verbenas, el alcohol y las largas jornadas al sol. Los padres mientras intentan descifrar el lenguaje extraterrestre de esos cuerpos hormonados a veces cabreados, a veces sonrientes y tantas veces ausentes. Así, cuando veo a ciertas madres practicando atletismo a primera hora con efusión, jugando a pádel o caminando por el río hasta la extenuación, entiendo ese acto como un sacrificio, una expiación, y me da la sensación que deben de acompañar el momento con algún tipo de plegaria u oración: “Te pido, allá donde estés, que me ayudes a dar un salto atrás o una voltereta al después. Si llenaste mi infancia de paciencia y me has dotado de templanza para enfrentarme a la madurez y más tarde a la vejez, dame ahora alguna clase de poder, algo muy potente para poder hacer frente a esta jodida fase adolescente” –me parece escucharlas repetir. Yo ahora no puedo evitar reír al verlas sufrir y pensar que antes de darme cuenta serán mis dos hijos, ahora bebés, los que me harán esperar, pelear y salir en plena noche a su búsqueda para aplacar mi ansiedad subida en el coche. 

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