A Jorge siempre le ha puesto caliente su cuñada. Una versión
de su mujer ocho años menor, con ojos claros, soltera, callada, amante del cine
y la literatura. “Es que encima va de dura” –contaba un día. “Se tumba con su
libro, su cara de mala leche y no me dirige la palabra” –relataba. Desde el día
en que la conoció, imagina que es de noche y se quedan solos en casa bañándose
en la piscina. Entonces Marga, que así se llama, se coloca frente a él, se
libera del bañador y sin darle tiempo a pensar, le coge de las manos, las
coloca sobre sus senos y le atrapa la cintura con las piernas, dando rienda
suelta a cada una de sus apetencias.
Una tarde me llama y lo encuentro exaltado. “Está claro, le
gusto, no me ha quitado los ojos de encima” –me cuenta tras volver de un
crucero en familia. “¿Estás seguro? –le digo. Pues aunque conozco algún caso de
traición, lo normal es que entre hermanas, en pos de la lealtad, se respete la
fidelidad. Jorge, convencido de su sensación, después de una cena con
invitados, justificando la falta de hielo, aprovecha la oportunidad y se ofrece
a acompañar a Marga a la gasolinera más cercana. Ya en el coche, aprovechando
la proximidad, posa su mano sobre la de ella que, en cuestión de segundos, le
lanza un gancho con el brazo libre que impacta sobre el rostro de él partiéndole
el labio en dos. Le habla a continuación: “No me vas a volver a mirar, de hecho
no vas a mirar a nadie más en el resto de tu triste vida. Te voy a estar
vigilando, cada día. Si detecto la mínima tontería, te juro que con estos dedos
te arranco de cuajo los huevos ¿está claro?” –culmina. Jorge asiente aterrado y
conduce hasta la casa sin hablar. Allí su mujer lo recibe alarmada por la
herida. “No es nada, se ha golpeado, andaba un poco despistado” –explica Marga
tranquila.
Desde ese día se siente observado y no ha vuelto a hablar
con Marga, que sigue leyendo a su lado, ajena a la excitación que siente Jorge
al rememorar el tortazo e imaginarla, a continuación, lamiéndole la sangre y
aferrada a su inflamación.
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