Existen muchos motivos por los que no es recomendable pasar
el día en la playa con tres niños menores de cuatro años. Aún así, convencida
por una amiga, cargo el coche el pasado sábado a eso de las doce de la mañana y
nos plantamos en la Patacona cargadas con sillas, sombrilla y nevera. Tardamos
media hora en recorrer la pasarela de madera machacadas por un poniente bestial
bajo una sintonía conocida: “mamá me quemo los pies, mamá tengo sed, mamá me
hago pis, mamá qué calor, mamá cógeme….”. Al fin encontramos un pequeño espacio
junto a la orilla, una breve extensión que nos da justo para colocar las dos
sillas pegadas y dejar los cubitos. Miro a mi alrededor y le comento a mi
amiga: “Estamos en Silicon Valley”.
Implantes de todo tamaño, forma y condición campan a sus anchas en un alegre
festival de la pechuga artificial. “Toma ya”, pienso. “Parecen parabólicas”– me
comenta mi compañera. Porque esos pechos brillantes e imponentes reciben los
rayos con soberbia dureza y mantienen la compostura aún estando la dueña
tumbada, ladeada o volteada. “Mete barriga”- le digo. Y terminamos de montar la
paraeta sin soltar el aire derramando sudor por cada uno de los poros de
nuestro cuerpo. Ya instaladas, constatamos que si ellas lucen delantera, ellos
siguen el modelo macho alfa musculado, testosteronizado, de piel brillante y
corte de pelo a lo Ricky Martin. Ni perfil cervecero, ni culos peludos. Todo un
derroche de vitalidad. “Donde están los tíos de verdad?”, me pregunto.
Conseguimos llegar hasta el agua sorteando el
gentío y, pese a encontrarla parda y calentorra, alivia el sofoco que nos
invade. Unos metros más adentro, una pareja caldea aún más el ambiente
pegándose un lote indecente. Con sus cuerpos fundidos, se besan apasionados
mientras se tocan con manos ansiosas. La chica, con movimiento ágil, da un
pequeño saltito y rodea con sus piernas la cintura de él, que tira del hilillo
y le suelta la parte de arriba del bikini. “¿Se la va a comer?”– pregunta uno
de los niños alarmado ante semejante batalla lingual. “No, es que ella no se
encuentra bien”– es lo único que acierto a decir. Y consigo trasladar al grupo
hasta aguas más calmadas en la zona de la orilla. Desde ese punto tengo una
perspectiva global del tránsito en la arena, y me sorprendo ante la visión del
bazar ambulante que se desplaza constante ofreciendo a los allí presentes relojes
de pega, collares de tela, pareos, refrescos, alfombras, coco, sandía, lotería,
pedicura exprés, masaje tailandés, lectura de cartas o manos. Toda una oferta
que distrae al personal y le hace gastar unas perras a costa de su ociosidad.
La atención masculina se concentra ahora en una pareja de jovencitas jugando a
las palas en tanga. La amiguitas, con la melena suelta, estiran el brazo para
pegar a la bola, y se agachan sin pudor a recogerla regalando al público una
perspectiva casi ginecológica de la zona de entre nalgas. “¿Será posible?”–
comenta a mi lado una señora entrada en carnes mientras su marido observa el
partido con la boca ensalivada y la mano en el bolsillo. Noto que me mareo y me
siento en el suelo. Allí donde miro encuentro algo excesivo, bocadillos
chorreantes, niños que chillan, espaldas a la parrilla, una chica con pinzas
que se depila la axila, un señor mayor se cambia el bañador y en el tránsito
muestra un péndulo tristón. Una joven sonriente de acerca con tarjetas en la
mano. “¿Salís esta noche?”, me pregunta mascando chicle. “¿Qué?”– respondo
confundida. Entonces se acerca la compañera que sujeta un globo con el logo de
una discoteca. “Tía, que es una señora”– le suelta. Y se marchan riendo.
“Zorras paletas”, pienso. Y les lanzo un puñado de arena que me salpica en los
ojos. Los niños me ven y empiezan a lanzar bolas en plan kamikaze exaltando el
ánimo de los vecinos que nos increpan. Nos marchamos antes de hora. Subimos al
coche que está a cincuenta grados y me quemo las manos en el volante. De vuelta
a casa hago una parada en la avenida Baleares y adquiero una piscina de goma,
que lleno en mi terraza y termina convertida en nuestro improvisado paraíso. La
playa deberá esperar a un momento más propicio cuando los niños, más calmados,
no se comporten como animales y en mi barriga, por milagro divino, aparezcan
abdominales.
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Épico día de playa de un día, que sólo por el poniente ya es para olvidar. Célebre fauna la de la Patacona, aún te has quedado corta.
ResponderEliminar¡Valientes!: