Desde pequeña arrastro cierta
fobia hacia los pies. Su visión sin previo aviso es algo que me incomoda.
Reconozco que ser pie no es nada fácil en una ciudad como la nuestra de
inviernos húmedos y veranos tórridos. Este clima casi tropical precipita muchas
veces su destape exponiéndolo antes de tiempo y alargando una exhibición que en
ocasiones, parece resultar inapropiada.
Decido escaparme de tiendas a
echar un vistazo. Jorge Juan arriba, Juan de Austria abajo, constato que botas,
sandalias y bailarinas comparten escaparate con igual protagonismo. Mis pies,
sujetos al estricto adiestramiento de la bota militar, ansían la libertad, pero
la falta de bronceado, limado y lacado, convierten la decisión en un asunto
delicado. Me cruzo en Colón a una bella mujer, dedicada al mundo de los
eventos. Viste una bonita blazer, pantalón de vestir y ¡horror!, unas sandalias
de breves tiras dejan al descubierto unos pies pálidos y huesudos que
desentonan con su cuidada apariencia. Maletín en mano, me consta que esa dama
tiene fama de competente en el trabajo. La imagino ahora de reunión en reunión,
paseando los pinreles en despachos, mostrando esa desnudez, en mi opinión
privada, más adecuada para playas o momentos de asueto.
Será por pudor, o más bien es
cuestión de recato, pero encuentro inapropiada la exhibición podal fuera de contexto
y temporada. A nadie le es ajeno cierto apartado del erotismo donde el pie,
toma protagonismo quedando situado en la vertiente de lo caliente. No puedo
olvidar la historia de un tal Tomás, amante temporal de una amiga, que la
llevaba, en plan goce, a la calle Sorní, y allí, de zapatería en zapatería,
observaba, completamente entregado, el juegos de pies y zapatos, de pruebas y
tallas. Más tarde remataba en casa, lamiendo uno a uno sus dedos, que después
recibirían su clímax y los que él, en acto de devoción, ungiría con caros
aceites y lujosas cremas aplicadas con suave pincel.
Con estos pensamientos decido
bajar al río a pasear con los niños. A la altura del Palau de la Música,
comparto banco con un padre de la guardería que luce romanas blancas de cuero,
dejando al descubierto diez dedazos gordos como porras unidos a un empeine
curvo y peludo. “Lo peor es que el tío no está mal”, pienso. Pero ese detalle
marca un antes y un después en mi percepción de lo viril. La sandalia masculina
queda pendiente de revisión y, en mi opinión, la osadía en este terreno,
produce un bajón de libido sin precedentes. No conozco mucha fémina que
disfrute de esa visión. Más bien, algunas, en pos de la convivencia, hacen la
vista gorda y deciden pasar del tema para no hacerlo un problema.
Son numerosos los personajes
que les han rendido homenaje a lo largo de la historia. Si bien los de los
discípulos fueron lavados con amor por las manos de nuestro Señor, y la bella
Cenicienta de cuento consumaba un amor sin igual gracias a un zapato de
cristal, no rompamos la magia de esta extremidad sometiéndola a la fealdad.
De vuelta a casa por el paseo
de la Alameda pongo los ojos en la acera para comprobar que, en esta época del
año, todo vale, aunque a la vista le haga daño. Botas de invierno a pelo,
playeras, salones con tachuelas, esparto, piel grabada, deportivas con tacón y
lo último, aquello que en la moda toca su fin, la chancla con calcetín. Pies
desnudos, pelosos, olorosos, planos, cavos, equinos, talos, agrietados,
descuidados, huesudos, molludos, puntiagudos, ladeados, zambos. Pies presentes,
irreverentes, desafiantes, desconcertantes, todos, aireados a su antojo sin
medida, sin caridad, saltándose las reglas de la privacidad, y la urbanidad,
restándoles misterio, categoría, rebajados al calor del asfalto, a la dureza de
la urbe, a la mugre. Me hago fuerte en mi manía y
recomiendo, en beneficio del sex appeal, mantener el pie a cubierto.
Andar descalzo es un placer que nada iguala, siempre y cuando escojamos la
superficie adecuada. Y ya vivas en la Paz, en el Puerto o en extrarradio, para
mi, el efecto, no es distinto. Quizás cambie la piel de la sandalia, más o
menos dura, o el precio de la pedicura, quizás cambie el estilo o lo haga la
intención, pero a mi invade el estrés cuando alguien me impone sus pies.
Guau!! ¿Qué opinarás entonces de los fetichistas de pies? yo adoro besar, oler y chupar los pies femeninos de las mujeres hermosas
ResponderEliminarTe entiendo! También tengo podofobia.
ResponderEliminarMe gusta tu estilo de escribir, jocoso y original :)