Marisa tiene un nuevo vecino. Tras una complicada ruptura
con su novio vive sola en un bonito apartamento de la zona de Alfahuir. Bajo
ella, en la primera planta, un maduro interesante se ha instalado en alquiler
hará cosa de un mes. “Fijo que se acaba de separar” –me comentaba el otro día.
Así que Marisa decidió llamar su atención con una insólita técnica. Tras hacer
acopio de varios tangas muy fuertes, un par de ligueros y varias piezas de
corte indecente en una talla minúscula, les quitó las etiquetas, los lavó a
mano y se dedicó a tenderlos alternativamente cada mañana, chorreando agua,
sobre la terraza del macho solitario ofreciéndole así, una visión privilegiada
de este escandaloso ajuar. “¿Pero tú crees que los ve?” –le pregunté una tarde
impactada ante la visión de la ropa goteando. “Seguro, ayer lo sorprendí con la
mirada puesta aquí” –me dijo señalando un tanga de seda con breve cordel. “Va a
pensar que regentas un burdel” –comenté en tono de guasa.
Pero ella, impaciente, decide unos días después dar un paso
más en la conquista y deja caer, como si fuera obra del viento, el breve tanga
en el suelo de la terraza de él. Al final de la tarde, tras varias horas de
engalane y segura de tener al de abajo a punto de caramelo, desciende por la
escalera y llama a su timbre coqueta. Segundos después se abre la puerta y aparece
una joven de veintipocos, de larga melena, cuerpo de infarto y cara de nena,
vestida con camisa masculina y el tanga puesto. “Hola” –dice con rostro inocente.
“Tienes algo que es mío” –consigue articular Marisa con la mirada fija en esa
prenda maldita. La chica se percata, se quita el tanga con gesto rápido y se lo
entrega apurada. “Disculpa, nunca hubiera pensado que esta fuera tu talla”
–suelta espontánea. Marisa lo agarra y vuelve, iracunda, al calor de su hogar.
Allí piensa en lo absurdo de su plan e idea otro muy distinto, donde deja caer
unas brasas y esa Barbie y su maromo,
arden en la terraza.
Si es que los tangas los carga el diablo.
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