domingo, 27 de mayo de 2012

BACANAL EN EL MERCADO



Más allá de creencias y convicciones, adentrarte en el Mercado Central de Valencia es sin duda, una experiencia religiosa. Yo, urbanita de supermercado, confieso que encuentro en esta incursión un acto de disfrute, una actividad fuera de lo cotidiano que acometo con devoción. El pasado sábado, atacada de calor, decido darme un baño de placer y me encamino a ese templo en busca de alimento para el alma.
Nada más entrar tengo una revelación orgánica. Movida por este contacto con lo esencial, me planteo convertirme al veganismo, al frutismo, al naturalismo. Visualizo un nuevo yo, recién salida de la ducha, el pelo húmedo y olor mascarilla de papaya, flores frescas en el salón, aroma a pan de espelta y un rostro limpio, sonrosado, fruto del descanso y del saludable desayuno a base de mango y pulpa de frutas. “Huele a longaniza” – me escucho decir. Mis pasos me conducen a la cafetería del pasillo Conde Trénor, donde doy cuenta de un bocadillo de blanco y negro con pimientos del padrón. Así, con el estómago en calma, me embarco en una ruta mareante: salmonete de Burriana, mollera de Cullera, y palaya de Calpe en Pescados Nelly, ¡¡Oh la la!!, en Maison du Fromage adquiero un Morbier de leche cruda marcado con ceniza, al pasar por Legumbres Hernández debo controlar el impulso de lanzarme sobre los enormes sacos de garbanzos y alubias pintas, pero consigo meter una mano, clandestina, en una saca de lentejas. Descubro que en la mayoría de fruterías ofrecen unos zumos helados de fresa, kiwi o sandía al más puro estilo neoyorkino. Salto el charco e investigo en Más Latino: galletas de guayaba, frijoles, mocochinchi y Pony Malta. En un puesto cercano de cocina asiática encuentro sésamo tostado, wasabi, sake, edamame. A tan sólo unos metros descubro una unión clandestina. Él, hombre de diestro poder, ella, socialité de marido viajero. Ambos recorren los pasillos distraídos con el casco de moto en la mano, rozando sus cuerpos, disfrutando de ese momento frugal, ejerciendo de pareja por horas. “Me parece un buen lugar intimar”, pienso. Los imagino más tarde, dando cuenta de un festín sin fin, alternando viandas y florituras carnales al más puro estilo romano. Un atractivo guía francés reparte “chu-fas” entre un grupo de turistas mientras admiran la monumental cúpula central. ¡¡Magnifique!!, excláman extasiados. Atisbo a una médico de renombre que estira el brazo, coge un enorme calabacín, se lo acerca hasta el rostro y aspira su aroma con los ojos entornados. Tengo un flash de una cena de verano en casa de unos amigos comunes en el que ella, en el fragor de la fiesta, nos cuenta a un grupito de mujeres, que en lo privado le gusta el jugueteo, la fiestuqui. Así que ese acto, en apariencia sencillo, cobra para mí nueva relevancia pues, esa doctora atractiva, ataviada con jeans masculinos y camisa blanca, elije las verduras con tanta ceremonia, que hace que me plantee si las escoge para uso gastronómico o disfrute personal.
Completo mi cesta con dos lechugas gigantes, excesivas, llenas de tierra y mosquitos. Mientras pago, observo el ambiente, exaltado, alterado, de casi bacanal, los sentidos elevados, expuestos al alboroto. ¡Un momento!, nota para solteras: de camino a la salida lo veo. Uno de los guapos oficiales de la ciudad, abogado, separado, y de vuelta al ruedo. Camina sólo, se detiene en la carne y compra un solomillo al corte. Uno. Algo de fruta, aceitunas, jamón y vino. Todo apunta a festín solitario en sábado de cara al Nadal- Djokovic de las cuatro. Lo digo en voz baja, ¡este chico necesita compañía!…

Escucho música de violines. Llegados a este punto sospecho que quizás haya expirado y he llegado al paraíso. Camino en dirección al melódico sonido, espero la luz cegadora del último suspiro y me encuentro con un cuarteto de músicos que ameniza la jornada. ¿Existe un lugar más increible? Sin duda recomiendo este lugar. Déjese llevar por sus pasillos movido únicamente por las reglas del instinto, muéstrese distinto, abierto a la experiencia, a la excelencia, a la apetencia. Peque de gula, de avaricia y no tenga miedo si la lujuria le vicia. Entréguese al disfrute, que es sagrado, sobretodo cuendo hablamos del Mercado. 

viernes, 25 de mayo de 2012

DEL CLUB O AL PUTICLUB



Tener niños pequeños cambia, por unos años, el ocio diurno. La calle se convierte en el escenario de muchas de las actividades familiares como ir en bicicleta o montar en patinete. Es así como, a fuerza de paseos, he terminado convertida en testigo permanente de mi barrio. Uno de los lugares que me intriga es una pequeña puerta con mirilla, sin número ni cartel, pintada de rojo, que acoge un pequeño prostíbulo. Yo, de espíritu conservador, y ajena por completo al mecanismo de este tipo de negocio, todavía me sorprendo cuando atisbo algún cliente, y retiro la mirada, como pillada en falta, si me cruzo por casualidad. Altos, bajos, gordos, flacos, entran y salen de la portezuela buscando algún consuelo a su deseo. Pero es uno de esos varones el que ha conseguido despertar mi interés.
Sería la una del mediodía. Me dirigía camino del parque cuando se abre la puerta del local y emerge el interesado con pantalón y polo de tenis, un bote de pelotas en una mano y funda con raquetas en la otra. “Qué valiente” – pienso – “Este tipo desenfunda, saca y remata en caliente”, confirmo. Pero esa es sólo la primera vez de muchas en las que el jugador crapulón, entra o sale del garito vestido de esa guisa, y sigue su camino satisfecho. Debido a la cercanía de un club de tenis, cada vez que lo veo se me plantea el dilema: “¿Vendrá del club o irá al puticlub?”.
Con los meses he intentado completar la historia, si esa ropa es camuflaje o es que el maromo es un amante del fetiche, si es la excusa, o el motivo, e imagino la entrada de ese Nadal enmascarado en el burdel, y las risas que echarán a costa de él. Pienso en si tendrá una esposa que lo cree en la pista jugando, y no eyaculando. Y en todos los casos me viene a la cabeza la imagen del conjuntado equipaje.
A los de vida en pareja, recomiendo estar al tanto y contrastar cualquier versión, pues el vicio, sin lugar a dudas, despierta la imaginación. 

domingo, 20 de mayo de 2012

MARTES ARDIENTE




Me encuentro al final de la tarde en plena sesión de baños y cenas infantiles, cuando suena el teléfono: “Necesito una copa” –se trata de mi amiga Alicia, madre, esposa y empresaria, en crisis permanente. “¿Hoy?” –pregunto atareada. “Ahora” –contesta tajante.
Media hora después entro en el lugar convenido, un mítico bar de la Gran Vía Marqués del Turia de ambiente añejo, tapas míticas y servicio impecable. Mi amiga anda ya por el segundo margarita. Pedimos algo de cena y se acerca el camarero con el vaso ancho, los hielos contundentes, el limón recién cortado, la tónica helada y la botella de ginebra para preparar ante mis ojos un gin tonic en toda regla.
“Creo que Javi me engaña” –me suelta a bocajarro. “Está raro, no me dice adónde va, le he pillado un par de mensajitos sospechosos” –argumenta. Y comienza la disertación.
En una mesa cercana, dos hermanas adineradas, unidas por su pasión por los saraos, las compras y el gusto al frasco, beben en compañía de su comparsa, tres varones en el límite de lo corrupto y de lo humano, uno de los cuales, casado y publicista, se beneficia a la hermana menor, poco agraciada pero lista y fresca. Las saludo con una sonrisa. “Para ser martes la cosa está animada”, pienso.
Llega Rosa, compañera de trabajo, que se sienta a nuestra mesa y pone su mano sobre la de Alicia: “Tírate a otro” –sugiere escueta. Rosa tiene cuarenta y dos años, se separó hace tres al pillar a su marido con una joven fisioterapeuta, y desde entonces no deja títere con cabeza. “Cuando el río suena, zorra lleva, te lo digo por experiencia, tu Javi te la pega” –afirma Rosa levantando la ceja. Alicia chupa la sal del borde de la copa y la levanta para pedir otra. La cuarta.
Se acercan a despejarnos la mesa pero ella no interrumpe su relato: “Todo el día pidiendo novedades, que si sal esta noche sin bragas, que si cómprate juguetitos, probemos hoy por detrás…”. Con la bandeja cargada a medias, el camarero se aleja sin mirarnos. “Mañana, cuando venga a por el bocadillo de tortilla, me hacen la ola”, reflexiono tapándome la cara con las manos.
Por la puerta entra un atractivo abogado que viene a mi gimnasio. Nos saluda, saluda a las hermanas y pide en la barra cena para llevar. Caprichos para dos, rematados con una botella de champagne y un par de copas de fino cristal que le colocan envueltas en papel en una de las bolsas. La cosa huele a affaire clandestino, a lío de despacho. Se bebe una caña, un chupito de vodka, paga y se marcha.
Alicia se enciende un pitillo pasando de normativas. La hago salir a la acera. En la calle, una de las hermanas de antes, fuma y le hace ojitos a un joven periodista de su séquito que aspira a dar el salto a la capital. “Te lo va a hacer sudar”, me gustaría decirle. Pues esa hembra, la hermana mayor, esa que tira de agenda, tiene contactos y conoce a tantos, se ha labrado una gran fama de apetente.
El mismo camarero de antes comienza a recoger la terraza. Mi amiga, oportuna, continúa: “Lo suyo es un problema de pito, todo el día mira que te mira y luego en casa no tira…”. “Mejor entramos”, la corto abrumada. Pero es Rosa la que sale cogida del brazo de Víctor, su profesor de paddel, un maduro algo fondón de pelo cano con muchas horas de vuelo. “Mirad a quién me he encontrado” –nos dice guiñando un ojo. “Víctor, mi amiga Alicia anda un poco floja, necesita entrenamiento duro, ¿cómo la ves?” –pregunta coqueta. El tal Víctor, que luce una melopea considerable, sonríe y nos tiende una mano laxa.
Mis dos amigas y Víctor deciden seguir en un karaoke de la calle Joaquín Costa. Tras aplaudir su sentida versión del I will survive me despido y salgo por la puerta. En la Gran Vía me cruzo al abogado y a su socia, caminando, formales, tras dejar en la basura una bolsa de la que asoma la botella, vacía, todavía fría. Pienso en esta húmeda ciudad que se somete, discreta, a las bajas pulsiones cuando el cielo oscurece. Casi nada ni nadie son lo que parecen. Me marcho en busca de emociones, conozco el lugar: vuelvo al calor del hogar.

viernes, 18 de mayo de 2012

AMOR PURO Y VIRGINAL




Hay amores que marcan. Más allá del tiempo, de la edad o la situación, el recuerdo de alguna relación puede quedar grabado en nuestro frágil subconsciente. El peso del compromiso puede agravar la tendencia y empujar al afectado hacia el abismo de la inconsecuencia.
Faltaba un mes para el enlace de Lucía, joven formal de familia bien, con trabajo fijo y una relación estable con su novio de la facultad. Entre los nervios, la emoción y las pruebas del menú, todavía encuentra tiempo para buscar a Rafa, su primer amor, el guapo del colegio, el canalla que la hizo vibrar por espacio de diez meses y que, a causa del traslado de sus padres, no volvió a ver tras ese curso. Vía Facebook descubre que vive en Tarragona, que sigue en forma, soltero y ¡¡oh sorpresa!!, que se ha ordenado sacerdote. Incrédula, nos suelta la noticia: “No puede ser, lo tengo que ver. Esas manos, ese cuerpo, ese miembro… de la Iglesia”. Entonces Lucía se imagina a Richard Chamberlain en El pájaro espino, transgrediendo la ley divina para dejarse arrasar por una pasión incontrolable al verla de nuevo.
Dos días después se presenta en la casa parroquial. Tras la sorpresa inicial conversan largo rato. Tanta contención, tanto recato, elevan el alma de Lucía y allí, sin ambages, se siente enamorada y decide confesarle su secreto. “Si crees que me amas, es que amas al Señor. Sigue tu camino con fe y no errarás en las decisiones” –la instruye. Lucía, movida por su pasión, confunde las palabras y se lanza a los brazos del padre que, aturdido, la aparta de su lado y la expulsa del convento.
Semanas más tarde, Lucía da el “sí quiero” vestida de blanco. Al posar los ojos en el altar, asume, sublimada, lo imposible de su historia con el cura. Esa revelación relaja su estado de ánimo convirtiendo su secreto en el germen de un deseo puro, inmaculado y ajeno a las bajezas terrenales.

domingo, 13 de mayo de 2012

MI VIDA SIN iPHONE



Llevo dos meses y veinte días sin iPhone. El pasado sábado veinticinco de febrero, tras una noche de cena, copas y concierto en una pequeña sala de la calle Polo y Peyrolón, lo dejé olvidado sobre el asiento trasero de un taxi que vi alejarse por el paseo de la Alameda. Pasé el resto de la velada hablando con la compañía de transporte: “¿Sabe el número de licencia del coche?”, “¿Recuerda la matrícula?”, “¿Algún dato sobre el conductor, como nombre, aspecto físico?” –me repetían en cada caso. “No tomo notas cuando voy de copas” –respondía cabreada. Luego llegó el turno de la operadora telefónica. “¿Quiere que bloquee las llamadas?” –“Sí”. “¿Quiere que bloquee el terminal?” –“Sí”.
Entonces tuve una idea que planteé a mi solícita interlocutora: “¿No podría ordenar explosionar el aparato en manos de quien lo tenga en este momento y hacer que se desintegre?”. “Lo siento, no disponemos de ese servicio” –me respondió sin inmutarse. Así, a las siete de la mañana y con una dolorosa sensación de pérdida, me dormía sin poner el despertador, sin echar el último vistazo al Facebook, sin noticias del WhatsApp, sin contacto con el mundo exterior.
Sólo unas horas después me despierto y, de manera mecánica, alargo la mano hasta la mesilla de noche para comprobar que, en efecto, el teléfono ya no está allí. “Nadie me puede localizar, yo no puedo llamar a nadie”, repite mi cerebro como un mantra. Salgo a la calle rumbo a una tienda de la compañía situada en Ruzafa. Por el camino, me siento furtiva, desconectada y, por primera vez desde la noche anterior, tengo un sentimiento positivo: percibo mi ser como parte de la ciudad de una manera física y primaria. Cruzando el puente del Reino observo las copas de los árboles, frondosas, brillantes, y la luz, pura y macerada, de los primeros rayos matutinos. Inspiro, siento como el aire penetra en mis pulmones y me conecto a la energía de la urbe. “Así era la vida antes de la invasión celular”, pienso. Entonces me pregunto si no estaré empezando a alucinar fruto de la resaca.
En la tienda me recibe una señorita que habla de manera mecánica en términos crípticos. Tengo la sensación de estar dentro de un videojuego: portabilidad, duplicado, fidelización, permanencia, programa de puntos, descargas, app, sim, sms, mms, pin, puk… “¿No puede darme ahora otro iPhone?” –le corto. Entonces, por primera vez en la hora que llevo allí, se ríe, solo un segundo, y me da cita para dos semanas después con un agente. “¿De la CIA?” –bromeo. Y ahora, ya sin reírse, me entrega una tarjeta virgen, posa su mirada en el siguiente cliente y le recibe en su idioma élfico.
En un cajón de casa, alguien de la familia ha encontrado un antiguo modelo, de marca desconocida, en el que meto la nueva tarjeta. “Trilirín”, el aparato se conecta y abre ante mí el vacío absoluto. Ni un solo contacto, ni fotos, ni mensajes. Nada. Me anoto los teléfonos de los más allegados, elijo la foto de un pollo como fondo de pantalla y hago un par de llamadas a amigos para comentar la pérdida.
A partir de ese momento, cada día tengo que explicar, por lo menos una vez, que ya no tengo mi antiguo teléfono. La nueva adquisición causa la misma expectación que si sacara un revólver: “¿Qué es eso? ¿Qué marca es? ¿Dónde está el iPhone?...” Y tras casi diez semanas “limpia”, saco algunas conclusiones:
Aunque echo de menos la cámara integrada, la grabadora, el gps, el Twitter, el Skipe, el conversor y los cientos de aplicaciones que hacen de la vida algo más completo y entretenido, valoro haber recuperado la independencia mental, los paseos a la antigua, las películas sin cortes, la lectura en las esperas, la plena conversación, el sentirme anclada a la realidad de una manera más física y menos tecnológica, menos inmediata, menos certera, pero también menos superflua y más humana.
Depender del aparato te alinea, te aliena y crea un espejismo de lo colectivo reduciéndote a la individualidad del dispositivo. Recuperar lo directo, el piel con piel, el lenguaje eterno, convierte en postmoderno y dota de intención al antiguo modelo de  comunicación. ¡Arriba la desconexión!

viernes, 11 de mayo de 2012

LA TENTACIÓN VIVE AL LADO



Ya lo había advertido. “Mis nuevos vecinos están todo el día dale que te pego” –nos informó María hará cosa de un mes. “A mediodía no perdonan, y a veces repiten por la noche. Deben de llevar poco tiempo porque ya me contarás” –explicaba mi amiga, de baja tras su reciente maternidad. Así que no hace mucho quedamos a comer en su casa para ver al bebé. Tras la ensalada y la pasta, seguimos la sobremesa con vino y chocolate. De repente María apaga el televisor y nos manda callar con un índice mientras con el otro señala la pared. Un ruido sordo y constante parece llegar desde la vivienda contigua. “Ahí están, son ellos” –anuncia.
Poco a poco el sonido va subiendo de intensidad. Nosotras permanecemos quietas, mirándonos unas a otras con los ojos como platos. De vez en cuando podemos descifrar alguna frase, un “¡Oh-Dios-mí-o!”, un “da-me-más”, en un largo crescendo sin medida. El ritmo se acelera y llega un fin de fiesta intenso, ruidoso, épico. Se hace el silencio. Soltamos el aire y nos reímos tapándonos la boca. Entonces habla María: “¡A la entrada!... en unos minutos se va a trabajar”. Saltamos del sofá y nos plantamos delante de la puerta dándonos codazos por controlar la mirilla. Justo cuando lo escuchamos salir abrimos la puerta con naturalidad y nos despedimos de nuestras amiga.
El vecino es un vikingo esbelto y gallardo que espera en el rellano mientras nosotras miramos de refilón. Cuando llega el ascensor, abre la puerta para dejarnos pasar. Ya dentro, nos observa descarado, con mirada de “en mi casa a estas horas se reparte el pan”. Cortadas, hacemos el resto del trayecto mirándonos los pies y lo vemos salir del portal con culo prieto y caminar torero. Más tarde, nuestra amiga nos confiesa un sueño recurrente, en el que plancha, esbelta, cuando de repente suena el timbre y aparece el vecino: se ha equivocado de puerta.



lunes, 7 de mayo de 2012

ESPLENDOR EN LA FERIA




           
El sábado pasado decido acercarme en familia hasta el jardín de los Viveros para dar una vuelta por la Feria del Libro. El contexto no podía ser más propicio: día soleado, ambiente animado y la agradable sensación de formar parte de todo ese engranaje. “Yo escribo” –me digo– mientras la imaginación se traslada al otro lado de una caseta firmando ejemplares con una sonrisa en los labios y un florido bagaje literario en el corazón. “¡Mamá, cógeme el globo!” –es mi hijo, que me saca de la ensoñación. Comienzo el recorrido por la Feria con un enorme Bob Esponja relleno de helio unido a mi muñeca por un hilo y con el entusiasmo intacto.

En una de las primeras casetas veo a una agradable escritora a la que entrevisté hace unos años para un programa de televisión. Me acerco y me identifico. Ella me mira, no me reconoce, me saluda con diplomacia y coloca su libro entre mis manos. “Te va a encantar, trata de una aspirante a escritora que ve frustradas sus expectativas una y otra vez y decide cometer un crimen.” –me explica. “¿En serio? –contesto de manera mecánica y me cuestiono si no tendrá una bola de cristal bajo la mesa. “¿Qué haces ahora? –pregunta mientras dedica la novela. Y yo, aunque todavía no tengo instintos criminales, decido mentir: “Cambié de sector, hago tartas de fantasía”. Me mira un segundo con desinterés, y concluye la firma: “A Elena, la amiga pastelera, con cariño…”. Cojo el libro y me marcho sin despedirme.

Por la megafonía recibo la noticia de que un antiguo amigo, economista, firma ejemplares de su primera novela. Lo busco y encuentro tras una gran pila de libros. Lo compro, los libros hay que comprarlos, no esperar ni pedir que a uno se lo regalen. Sabía que le gustaba escribir, lo que no sabía es que lo hacía, y mucho menos que le habían publicado. “Soy el primer sorprendido, me puse y en menos de un año ya lo tenía” –cuenta. “¡Qué asco!” –pienso. “Enhorabuena” –le digo. “Tú también escribías, ¿no?” –me pregunta. La palabra “también” retumba pesada en mi cerebro y deseo, por un momento, que ese moreno guapo y simplón desaparezca de la faz de la tierra. “Sí, bueno, tengo una columna y publico en varias revistas”. Entonces firma: “Para Elena, mi buena amiga periodista…”. Mientras me alejo, arranco la página y dejo el libro en manos de mi hijo de diez meses.

Necesito recomponer la autoestima. De camino al chiringuito en busca de refrescos me cruzo a un reputado director de cine al que admiro. “¡Enrique!” –grito. Y camino hacia él, con un aceitoso cucurucho de papas en una mano y el dichoso Bob Esponja gravitando un metro por encima de mi cabeza. Se para sorprendido y ve como me acerco sin dejar de hablar. “Me encanta lo que haces, enhorabuena por los Goya, sabía que ibas a triunfar, soy una gran admiradora de tu trabajo, hice un máster de guión y tuve como profesor a un colega tuyo…” –el pobre escucha y asiente paciente. Entonces noto como alguien tira de mi pantalón. Bajo la mirada y, como si toda la humanidad hubiera enmudecido, solo se escucha la voz de mi hijo mayor: “Mamá, Pablo se ha hecho caca”. El talentoso creador mira entonces a mis diminutos acompañantes. Intento continuar como si no hubiera pasado nada, pero es tarde: “¡Mam camino a la salida, en da, en n este caso, no puede ser m pasado nada. " mi hijo mayor. "tambieabeza. "las manos. "n pareja.e daaa!, Pablo huele a caca un montón” –insiste la criatura. Así que me despido como puedo y busco un lugar apartado donde cambiar ese pañal que se ha interpuesto entre mi persona y la cúpula cinematográfica de este país. ¿Será la señal de que todo es una “mierda”? Y me río de mi propia ocurrencia que, en este caso, no puede ser más literal.

Rumbo a la salida aún descubro a otro par de conocidos publicados. Un recopilatorio de columnas y una guía de rutas de interior que adquiero con entusiasmo a medio gas. Recuerdo el viejo mito del nuevo periodismo de los 70, ¿es posible que todo el que conozco haya encontrado su palmera para dar forma a una novela? Me viene a la cabeza eso de que cada libro es como un hijo. Así que cojo a mis dos volúmenes y decido aplacar los anhelos literarios con unas patatas bravas y una copa de vino. La verdadera historia se encuentra siempre en el camino. 

viernes, 4 de mayo de 2012

DESEO INTOCABLE




Hace un par de noches acudo al cine para ver “Intocable”, la exitosa comedia francesa en la que un eficaz François Cluzet, da vida a un millonario tetrapléjico que recupera las ganas de vivir cuando contrata a su nuevo asistente, un emigrante de pasado conflictivo. La cinta es una oda al optimismo que nos presenta un personaje que, más allá de su extrema condición, es capaz de gozar de la amistad, el romance o el amor.
Al día siguiente me encuentro de aperitivo en una soleada terraza cuando algo llama mi atención: un señor mayor llega sentado sobre una silla de ruedas empujada por una morena despampanante que viste minifalda vaquera, sandalias de tacón y un llamativo maquillaje. Tras situar la silla bajo la sombrilla y acomodar a su anciano acompañante, la joven toma asiento frente a él, saca el teléfono móvil y comienza a hablar en la lengua del Brasil, gesticulando y riendo de manera expresiva. La  escotada camiseta azul celeste deja al descubierto parte de la barriga de piel tersa, sus piernas se abren y cierran distraídas, y sus rodillas bronceadas, rozan con las del señor cuya mirada queda oculta tras unas gafas de sol. ¿La estará mirando? ¿Será consciente del volcán que lo acompaña? ¿Sentirá alguna clase de apetencia?-me pregunto.
Creemos conocer los códigos de lo erótico y hemos construido todo un universo en torno al cortejo, la atracción mutua y la forma, más o menos sofisticada, de llevarla a la práctica. Pero ¿dónde termina el deseo? El hecho de que algunas especies, como por ejemplo la sepia, pierdan su vida durante la cópula, confirman que la pulsión sexual, más allá del pensamiento lógico, está instalada en la base de lo biológico. En estos tiempos de desparrame, es buen momento para abrir la puerta a la sutilidad y liberar la mente de lo evidente. Una palabra, un gesto o mirada, con la intención adecuada, pueden ser detonante de un placer galopante. En este terreno nada es rareza: todo está en la cabeza.