Llevo dos meses y veinte días sin
iPhone. El pasado sábado veinticinco
de febrero, tras una noche de cena, copas y concierto en una pequeña sala de la
calle Polo y Peyrolón, lo dejé olvidado sobre el asiento trasero de un taxi que
vi alejarse por el paseo de la Alameda. Pasé el resto de la velada hablando con
la compañía de transporte: “¿Sabe el número de licencia del coche?”, “¿Recuerda
la matrícula?”, “¿Algún dato sobre el conductor, como nombre, aspecto físico?”
–me repetían en cada caso. “No tomo notas cuando voy de copas” –respondía
cabreada. Luego llegó el turno de la operadora telefónica. “¿Quiere que bloquee
las llamadas?” –“Sí”. “¿Quiere que bloquee el terminal?” –“Sí”.
Entonces tuve una idea que
planteé a mi solícita interlocutora: “¿No podría ordenar explosionar el aparato
en manos de quien lo tenga en este momento y hacer que se desintegre?”. “Lo
siento, no disponemos de ese servicio” –me respondió sin inmutarse. Así, a las
siete de la mañana y con una dolorosa sensación de pérdida, me dormía sin poner
el despertador, sin echar el último vistazo al Facebook, sin noticias del WhatsApp,
sin contacto con el mundo exterior.
Sólo unas horas después me
despierto y, de manera mecánica, alargo la mano hasta la mesilla de noche para
comprobar que, en efecto, el teléfono ya no está allí. “Nadie me puede
localizar, yo no puedo llamar a nadie”, repite mi cerebro como un mantra. Salgo
a la calle rumbo a una tienda de la compañía situada en Ruzafa. Por el camino,
me siento furtiva, desconectada y, por primera vez desde la noche anterior,
tengo un sentimiento positivo: percibo mi ser como parte de la ciudad de una
manera física y primaria. Cruzando el puente del Reino observo las copas de los
árboles, frondosas, brillantes, y la luz, pura y macerada, de los primeros
rayos matutinos. Inspiro, siento como el aire penetra en mis pulmones y me
conecto a la energía de la urbe. “Así era la vida antes de la invasión
celular”, pienso. Entonces me pregunto si no estaré empezando a alucinar fruto
de la resaca.
En la tienda me recibe una
señorita que habla de manera mecánica en términos crípticos. Tengo la sensación
de estar dentro de un videojuego: portabilidad, duplicado, fidelización,
permanencia, programa de puntos, descargas, app, sim, sms, mms, pin, puk… “¿No
puede darme ahora otro iPhone?” –le
corto. Entonces, por primera vez en la hora que llevo allí, se ríe, solo un
segundo, y me da cita para dos semanas después con un agente. “¿De la CIA?”
–bromeo. Y ahora, ya sin reírse, me entrega una tarjeta virgen, posa su mirada
en el siguiente cliente y le recibe en su idioma élfico.
En un cajón de casa, alguien de
la familia ha encontrado un antiguo modelo, de marca desconocida, en el que
meto la nueva tarjeta. “Trilirín”, el aparato se conecta y abre ante mí el
vacío absoluto. Ni un solo contacto, ni fotos, ni mensajes. Nada. Me anoto los
teléfonos de los más allegados, elijo la foto de un pollo como fondo de
pantalla y hago un par de llamadas a amigos para comentar la pérdida.
A partir de ese momento, cada día
tengo que explicar, por lo menos una vez, que ya no tengo mi antiguo teléfono.
La nueva adquisición causa la misma expectación que si sacara un revólver:
“¿Qué es eso? ¿Qué marca es? ¿Dónde está el iPhone?...”
Y tras casi diez semanas “limpia”, saco algunas conclusiones:
Aunque echo de menos la cámara
integrada, la grabadora, el gps, el Twitter,
el Skipe, el conversor y los cientos
de aplicaciones que hacen de la vida algo más completo y entretenido, valoro
haber recuperado la independencia mental, los paseos a la antigua, las
películas sin cortes, la lectura en las esperas, la plena conversación, el
sentirme anclada a la realidad de una manera más física y menos tecnológica,
menos inmediata, menos certera, pero también menos superflua y más humana.
Depender del aparato te alinea,
te aliena y crea un espejismo de lo colectivo reduciéndote a la individualidad
del dispositivo. Recuperar lo directo, el piel con piel, el lenguaje eterno,
convierte en postmoderno y dota de intención al antiguo modelo de comunicación. ¡Arriba la desconexión!
Somos esclavos de estos infernales aparatos con un grado de dependencia del que no somos conscientes hasta que, por error pues no hay intención, lo abandonas por un rato y te sientes desvalido. Toda la razón, una herramienta que se ha ido imponiendo a nuestra conciencia, del que cuando te liberas no flotas, sino que vuelves con los pies al suelo a ser dueño de tu vida.
ResponderEliminarSí, aplaudo esa desconexión.