domingo, 10 de junio de 2012

PELEA EN EL BARRO



Llevo a mi hijo a una pequeña guardería cercana al paseo de la Alameda. Allí lo deposito cada mañana y allí lo recojo por las tardes junto a otras madres, una de las cuales, es la que hoy ocupa mi atención.
Sara, la madre de Nacho, es madrileña, guapita de treinta y largos y un punto medio canalla medio faltón, con cierta tendencia al cachondeo. Ambas pasábamos tardes, en compañía de otras, frecuentando los parques del barrio. Con el tiempo ganamos en confianza y del tema de los críos pasamos a otros más jugosos como el sexo, el trabajo o las amigas. Pero un día las cosas se torcieron. Sin más.
Estábamos en el cauce del río. Los niños jugaban con la pelota cuando Nacho le suelta a mi hijo Ramón un tortazo sin previo aviso. “¡Nacho!” –le grito mientras me acerco – “¡No se pega!”. Ramón llora y Sara observa la escena sin moverse del banco. La miro con cara de “ya podrías mover el culo” y me parece percibir en su expresión algo distinto, imperceptible, que trastoca su interior. 
Unos días después, nos encontramos en un cumpleaños infantil cuando Nacho berrea: “Me ha pegado Ramón”, dice con tono entrecortado. Y señala con el dejo a mi hijo que mira desconcertado. “Caray con Ramón, que mano más larga” –comenta Sara en voz alta. Yo le pregunto y él lo niega, acusando a un tercero de la refriega. “No ha sido él” – le explico. A lo que ella responde alterada: “Y encima no da la cara”. Yo la miro molesta dispuesta a aclararlo cuando sacan la piñata y el asunto se diluye.
La semana siguiente caminamos por Eduardo Boscá camino de la tienda de juguetes cuando empieza a llover. Nacho empuja a Ramón y este cae junto al bordillo. Sin pensar, me lanzo a socorrerlo y le piso a Nacho en el borde de la zapatilla. Aún así, el niño chilla. “Ten cuidado, ¿no?” –me espeta Sara con tono seco. Yo la miro con Ramón en brazos. “¿No le va a pedir perdón?” – le suelto. “Tú le acabas de pisar” –contesta. Respiro indignada. “Mira, déjalo, mejor nos vamos” –termina. Y se marchan sin mirar atrás mientras mi hijo sigue llorando con la rodilla sangrando. Los veo cruzar e instalarse a cubierto en unos columpios de la calle Islas Canarias. Decido ir tras ellos y me hago un  hueco bajo la misma caseta de madera.  Sara, que habla al teléfono, me mira sobresaltada. “Cuelga” –digo fría. Ella guarda el móvil tranquila y me dice sin mirar: “¿Y ahora qué pasa?”. Para entonces, yo ya he cogido carrerilla: “Pasa que tu hijo pega, siempre, y no le dices nada. Que no eres capaz de levantar el pandero del banco, que nunca traes la merienda y Ramón le da una parte sin protestar, que le rompe sus juguetes, que le perdió el balón, le cortó un mechón. Pasa que no me hacen gracia tus comentarios sobre esta ciudad o la gente que vive en ella, que quizás no tenemos tanta oferta cultural, pero sí una playa que te cagas, que tus mechas me dan pena, que existe una cosa que se llama sujetador y que si atendieras a razones, no irías marcando pezones. Y que de aquí no mueves un dedo hasta que Nacho le pida perdón”.
El agua, que se ha colado entre las maderas, nos moja y ha creado un charco de barro alrededor de nosotras. De repente nos imagino agarradas en el suelo, forcejeando, las camisetas rasgadas en un abrazo brutal, el pelo mojado, la piel brillante cubierta de fango, nuestras manos resbalan y nos retorcemos sobre el agua intentando conseguir el control, furiosas, desatadas. “Perdona”, la voz de Nacho me saca de mi ensoñación. Ramón ríe y ambos corren al tobogán cogidos de la mano. Yo miro a Sara. “¿Tienes un cigarrillo?” –le digo. Así, nos fumamos el pitillo mirando a nuestros hijos, ajenos al curso de las tensiones.
Ser madre no es sencillo. Los niños sacan nuestro instinto más bestial y el ser social, avivado, puede sufrir un viraje hacia lo salvaje. Aunque Sara más tarde me perdonó y yo culpé mi reacción animal a un desajuste hormonal, las cosas nunca fueron lo mismo. Quizás la opción del barro más justa, directa y selvática, hubiera zanjado el problema pasando de la dialéctica. Suena el tam tam, si los retoños peligran sale la tigresa de afiladas garras a matar por la manada. La hembra ruge, chilla, aúlla, relincha y ladra. ¡Uaaa!

1 comentario:

  1. Es difícil reprimir el instinto de protección y la llamada de la selva, la sangre de tu sangre, pero precisamente actitudes cegadas, los derechos y la defensa perversa del individualismo nos está convirtiendo en bestias poco razonables.
    No se enseña a pedir perdón.

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