Llevo a mi hijo a una pequeña guardería cercana al paseo de
la Alameda. Allí lo deposito cada mañana y allí lo recojo por las tardes junto
a otras madres, una de las cuales, es la que hoy ocupa mi atención.
Sara, la madre de Nacho, es madrileña, guapita de treinta y
largos y un punto medio canalla medio faltón, con cierta tendencia al
cachondeo. Ambas pasábamos tardes, en compañía de otras, frecuentando los
parques del barrio. Con el tiempo ganamos en confianza y del tema de los críos pasamos
a otros más jugosos como el sexo, el trabajo o las amigas. Pero un día las
cosas se torcieron. Sin más.
Estábamos en el cauce del río. Los niños jugaban con la
pelota cuando Nacho le suelta a mi hijo Ramón un tortazo sin previo aviso.
“¡Nacho!” –le grito mientras me acerco – “¡No se pega!”. Ramón llora y Sara
observa la escena sin moverse del banco. La miro con cara de “ya podrías mover
el culo” y me parece percibir en su expresión algo distinto, imperceptible, que
trastoca su interior.
Unos días después, nos encontramos en un cumpleaños infantil
cuando Nacho berrea: “Me ha pegado Ramón”, dice con tono entrecortado. Y señala
con el dejo a mi hijo que mira desconcertado. “Caray con Ramón, que mano más
larga” –comenta Sara en voz alta. Yo le pregunto y él lo niega, acusando a un
tercero de la refriega. “No ha sido él” – le explico. A lo que ella responde
alterada: “Y encima no da la cara”. Yo la miro molesta dispuesta a aclararlo
cuando sacan la piñata y el asunto se diluye.
La semana siguiente caminamos por Eduardo Boscá camino de la
tienda de juguetes cuando empieza a llover. Nacho empuja a Ramón y este cae
junto al bordillo. Sin pensar, me lanzo a socorrerlo y le piso a Nacho en el
borde de la zapatilla. Aún así, el niño chilla. “Ten cuidado, ¿no?” –me espeta
Sara con tono seco. Yo la miro con Ramón en brazos. “¿No le va a pedir perdón?”
– le suelto. “Tú le acabas de pisar” –contesta. Respiro indignada. “Mira,
déjalo, mejor nos vamos” –termina. Y se marchan sin mirar atrás mientras mi
hijo sigue llorando con la rodilla sangrando. Los veo cruzar e instalarse a
cubierto en unos columpios de la calle Islas Canarias. Decido ir tras ellos y
me hago un hueco bajo la misma caseta de
madera. Sara, que habla al teléfono, me
mira sobresaltada. “Cuelga” –digo fría. Ella guarda el móvil tranquila y me
dice sin mirar: “¿Y ahora qué pasa?”. Para entonces, yo ya he cogido
carrerilla: “Pasa que tu hijo pega, siempre, y no le dices nada. Que no eres
capaz de levantar el pandero del banco, que nunca traes la merienda y Ramón le
da una parte sin protestar, que le rompe sus juguetes, que le perdió el balón,
le cortó un mechón. Pasa que no me hacen gracia tus comentarios sobre esta
ciudad o la gente que vive en ella, que quizás no tenemos tanta oferta
cultural, pero sí una playa que te cagas, que tus mechas me dan pena, que
existe una cosa que se llama sujetador y que si atendieras a razones, no irías
marcando pezones. Y que de aquí no mueves un dedo hasta que Nacho le pida
perdón”.
El agua, que se ha colado entre las maderas, nos moja y ha
creado un charco de barro alrededor de nosotras. De repente nos imagino
agarradas en el suelo, forcejeando, las camisetas rasgadas en un abrazo brutal,
el pelo mojado, la piel brillante cubierta de fango, nuestras manos resbalan y
nos retorcemos sobre el agua intentando conseguir el control, furiosas,
desatadas. “Perdona”, la voz de Nacho me saca de mi ensoñación. Ramón ríe y
ambos corren al tobogán cogidos de la mano. Yo miro a Sara. “¿Tienes un
cigarrillo?” –le digo. Así, nos fumamos el pitillo mirando a nuestros hijos,
ajenos al curso de las tensiones.
Ser madre no es sencillo. Los niños sacan nuestro instinto
más bestial y el ser social, avivado, puede sufrir un viraje hacia lo salvaje.
Aunque Sara más tarde me perdonó y yo culpé mi reacción animal a un desajuste
hormonal, las cosas nunca fueron lo mismo. Quizás la opción del barro más
justa, directa y selvática, hubiera zanjado el problema pasando de la
dialéctica. Suena el tam tam, si los
retoños peligran sale la tigresa de afiladas garras a matar por la manada. La
hembra ruge, chilla, aúlla, relincha y ladra. ¡Uaaa!
Es difícil reprimir el instinto de protección y la llamada de la selva, la sangre de tu sangre, pero precisamente actitudes cegadas, los derechos y la defensa perversa del individualismo nos está convirtiendo en bestias poco razonables.
ResponderEliminarNo se enseña a pedir perdón.