jueves, 1 de marzo de 2012

Columna publicada en en periódico Las Provincias en enero del 2011


Las perlas del sur

Con el paso de los años he podido observar como todo hombre poblador de nuestro planeta de cualquier edad, condición, raza o nacionalidad, no puede controlar su mirada ante la presencia de un escote femenino. Se trata de una mirada rápida, casi imperceptible, una bajada de ojos que apenas dura unas décimas de segundo pero que el varón, en muchos casos apurado, se ve incapaz de dominar. No deja de sorprenderme esa creatividad masculina para referirse a los pechos que pasa por términos como peras, bolas, bufas, trancas, melones, domingas, mamellas y alguna que otra perla, cuando a la hora de la verdad, se sienten tan intimidados ante la presencia de un par de ellas en un contexto cotidiano, que no son capaces de controlarse. Todavía recuerdo una reunión de trabajo a la que acudimos una compañera muy dotada y yo durante la cual, el pobre interlocutor, luchó de manera titánica contra su díscola mirada que insistía una y otra vez en posarse en su delantera. Tan apurado le vi que, en un descuido del mirón, le pasé un foulard a mi amiga para ocultar sus atributos. Aún así, era tarde, pues el pobre hombre, ya por deformación, siguió mirando compulsivamente hacia los vibrantes bultos ahora cubiertos de tela floreada. Al terminar la reunión se despidió de nosotras casi sin mirarnos y se marchó cargando con el peso de esas tetas perturbadoras. Desde ese día no he podido dejar de sentir compasión por ese extraño mal que afecta a los varones y hace que me pregunte: ¿qué pasaría si a nosotras nos ocurriera lo mismo con su entrepierna? Prefiero no pensarlo, la respuesta se me torna dura.

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