viernes, 23 de marzo de 2012

PASIÓN EN EL CAMPO


Me fascinan esas mujeres que hace un tiempo emparentaron, por acceso matrimonial, con familias de supuesta estirpe de apellidos con pedigrí, y pasan las vacaciones en casonas de campo tostándose en la piscina y aburridas como una ostra. Resulta que una de ellas, reciente aficionada al golf, protagonizó el pasado verano un suceso sin precedentes en este tipo de círculos.

Eva, así la llamaré, seguía un curso de iniciación el último año. Motivada por la llegada de un campeonato social en el que poder lucir palmito, decidió contratar unas clases particulares. Tres días a la semana, al final de la tarde, recorría nueve hoyos en compañía de Marta, su instructora. Jornada tras jornada practicaba sus golpes y perfilaba su postura mientras compartía, en tono cómplice, diferentes episodios de su vida con esa agradable y comprensiva profesora que, al poco tiempo, terminó revelándose como alguien cercano y muy en sintonía con su yo verdadero.

Una noche, cuando la clase tocaba a su fin, la lluvia las sorprendió a solas en medio del campo. Corriendo, llegaron entre risas a uno de los vestuarios, caladas hasta los huesos. Al entrar, un tropiezo condujo a Eva hasta el suelo. Marta le ofreció su brazo para levantarse y así, al contacto de la piel húmeda y la carne caliente, sucumbieron a una pasión animal que las llevó a explorar sus cuerpos en un acto directo y desinhibido.

La cosa no quedó ahí. Las dos mujeres, arrasadas por esa nueva forma de amor, dejaron atrás sus vidas para embarcarse, decididas, en una relación escandalosa cuyos detalles circularon como la pólvora.

Meses después, pasean por el centro de la mano, ajenas a las miradas de esas otras que cumplen su destino en compañía de algún pijo malacarado. La mujer insatisfecha, aunque discreta, es una bomba de relojería que, afinada y lista para estallar, se entrega a sus emociones por encima de sexos y de razones.

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